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Viernes santo

Viernes Santo, 10 abr. 09
Lect.: Is 52: 13 - 53: 12 Hebr 4: 14 – 16; 5: 7 – 9; Jn 18: 1 – 19: 42

1. Puede parecer raro, pero les invito a recordar en este momento reflexiones que los evangelistas escribieron mucho tiempo después de la Pascua, en las que hablan de su encuentro con el Reino predicado por Cristo con términos fuera de serie. Recordemos cómo comparan este encuentro con el hallazgo de un gran tesoro en el campo, o de una perla de gran valor, o de una moneda perdida. En otro contexto se refieren a ese encuentro como a un nuevo nacimiento, a un recuperar la vista o a un tener vida en abundancia. Estamos acostumbrados a escuchar esos textos, y quizás no nos detenemos a pensar qué salto, qué cambio tan formidable deben haber pasado los discípulos y discípulas para pasar del momento del Calvario a esos otros momentos en que escribieron de esa manera tan entusiasta de su propia experiencia espiritual cristiana. En esos primeros instantes, horas y días en que tuvieron que enfrentar el juicio, los atropellos, la tortura y finalmente la muerte de Jesús, los discípulos y discípulas tuvieron que pasar por situaciones de pánico, de terrible inseguridad, de angustia, de desconcierto y de dolor personal intenso. ¿Qué pudo sucederles luego, qué pudieron experimentar después para pasar del horror del Calvario al entusiasmo por el hallazgo de la perla o el tesoro? Es casi imposible reconstruir la experiencia que los evangelistas atravesaron para experimentar ese cambio, pero lo que sí podemos pensar ahora es que ya a cierta distancia, su visión de la muerte de Jesús les permitió entender toda la vida y mensaje de Jesús de una manera más profunda y distinta de cómo la entendieron en los primeros momentos.
2. Ayer hablábamos de la invitación que nos hace el evangelio “a recuperar nuestra memoria” de Jesús. Por lo que vemos del proceso de transformación de los discípulos no puede cabernos duda de que la pasión y muerte de Jesús transformó su visión de la persona y la vida de Jesús y de su propia vida como discípulos. La muerte en el calvario les permitió recuperar la memoria auténtica de Jesús, sin distorsiones producidas por visiones políticas o religiosas de la época, sin idealizaciones producidas por intereses y ambiciones egoístas. Les permitió entender qué clase de ser humano era de verdad Jesús, en toda su profundidad. En el momento de la muerte no se puede fingir, no se puede teorizar, no se puede hacer propaganda o proselitismo de una doctrina. En el momento de la muerte uno muestra lo que es realmente la vida que se ha vivido. Y los discípulos entonces, pasado el choque de los primeros momentos, trayendo a la memoria los instantes del Gólgota comprenden el sentido profundo, llevado hasta el final, del lavatorio de los pies y de la fracción del pan. Es entonces cuando a la luz de esta entrega total los discípulos podrán descubrir en la humanidad de Jesús lo que es su propia humanidad, lo que es una vida y una muerte que valen la pena. Que valen tanto la pena que incluso la imagen del tesoro en el campo y la perla, se quedan cortos para expresarlo.
3. Quizás nunca sabremos exactamente cómo fue la experiencia de los primeros discípulos que les permitió “nacer de nuevo”. Lo que apenas podemos vislumbrar es que ese nacimiento pasó por apropiarse no solo de la vida, sino de la muerte de Jesús como un desprendimiento total de esos estrechos límites que nos encierran a cada uno de nosotros en vidas individualistas, mezquinas y sin horizontes. Por eso, aunque parezca paradójico, hacer propia la muerte de Jesús, es parte del hacer memoria, es un nacer a la vida del amor pleno. En la plenitud de Jesús descubrimos nuestra propia plenitud.Ω

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