2º domingo de Pascua, 19 abr. 09
Lect.: Hech 4:32 – 35; 1 Jn 5 – 6; Jn 20: 19 – 31
1. Cuando leemos el evangelio, es útil recordar que lo que estamos leyendo no es una filmación, ni una grabación de la escena que se narra. Es, en primer lugar, el reflejo de una vivencia de fe, la que tenía la comunidad cristiana donde se escribe el texto; reflejo de la forma como esa comunidad experimentaba la presencia de Jesús, la de Dios, en medio de ellos. Recordemos, por ejemplo, que el texto de hoy lo escribió una comunidad que vivía unos 60 años después de la muerte y resurrección de Jesús. Lo maravilloso es que nos muestra como esos cristianos vivían y experimentaban entonces, a fines del siglo I lo que los que conocieron a Jesús físicamente todavía no habían llegado a ver y a entender.
2. Y ¿qué es lo primero que salta a nuestra vista como característico de esta comunidad joanina? Podríamos resumirlo en dos hechos: primero, es una comunidad que experimenta en ellos la presencia del Espíritu Santo, como don del Padre, y que siente que al ser el mismo Espíritu que el Padre dio a Jesús, hace que la comunidad sea continuadora de la misión de Jesús. Saben que sus obras son las mismas que hizo Jesús, incluso que se cumple en ellos lo que Jesús había prometido, que harían incluso obras mayores que las que él hizo. En segundo lugar, precisamente porque tienen esta profunda experiencia de tener el mismo Espíritu de Cristo, no necesitan ya “ver” físicamente a Jesús. Ellos experimentan, ellos “son” el mismo Cristo resucitado. Con esta experiencia, no es extraño que el texto recalque que los sentimientos que los inundaban fueran de paz, de alegría, de perdón. Para expresar todas estas vivencias, esta comunidad retoma narraciones de la resurrección de Jesús y de las promesas hechas por él y que ahora sienten que se cumplen en ellos.
3. Sesenta años de distancia son bastante tiempo. Pero lejos de borrar la memoria de Jesús para esta comunidad este período fue la oportunidad de ir creciendo y madurando, apropiándose de los relatos de la tradición y dejando que el Espíritu y la práctica del amor les permitiera a ellos mismos ir haciendo realidad la vida en Cristo resucitado. Sabemos por estudios históricos que esa comunidad donde se creó y escribió este que llamamos evangelio de Jn, tuvo que pasar por muchos conflictos: con el resto del pueblo judío, de donde ellos provenían, con otras comunidades cristianas, con las que tenían diferencias, y dentro de su propia comunidad cuando se producían divisiones de pareceres y prácticas. La forma como vivieron esos conflictos, dejándose inspirar por el Espíritu y mover por el amor, les permitió ir apropiándose de la memoria de Jesús y entenderse mejor ellos mismos como forma de presencia de Dios en el mundo de su época.
4. Los acontecimientos que a nosotros nos toca vivir, los conflictos económicos y sociales, los problemas familiares y laborales, las diferencias en las mismas prácticas religiosas, pueden ser también para nosotros no un motivo de angustia, ni de impedimento de nuestro crecimiento espiritual, sino todo lo contrario. En la medida en que dejemos que el Espíritu que habita en nosotros nos permita vivirlos con amor desinteresado y pleno, esos mismos acontecimientos irán haciéndonos crecer en nuestra vivencia y comprensión de la vida de Dios en nosotros, y en el crecimiento de lo que somos cada uno a de nosotros llamados a ser en la mente de Dios.Ω
Lect.: Hech 4:32 – 35; 1 Jn 5 – 6; Jn 20: 19 – 31
1. Cuando leemos el evangelio, es útil recordar que lo que estamos leyendo no es una filmación, ni una grabación de la escena que se narra. Es, en primer lugar, el reflejo de una vivencia de fe, la que tenía la comunidad cristiana donde se escribe el texto; reflejo de la forma como esa comunidad experimentaba la presencia de Jesús, la de Dios, en medio de ellos. Recordemos, por ejemplo, que el texto de hoy lo escribió una comunidad que vivía unos 60 años después de la muerte y resurrección de Jesús. Lo maravilloso es que nos muestra como esos cristianos vivían y experimentaban entonces, a fines del siglo I lo que los que conocieron a Jesús físicamente todavía no habían llegado a ver y a entender.
2. Y ¿qué es lo primero que salta a nuestra vista como característico de esta comunidad joanina? Podríamos resumirlo en dos hechos: primero, es una comunidad que experimenta en ellos la presencia del Espíritu Santo, como don del Padre, y que siente que al ser el mismo Espíritu que el Padre dio a Jesús, hace que la comunidad sea continuadora de la misión de Jesús. Saben que sus obras son las mismas que hizo Jesús, incluso que se cumple en ellos lo que Jesús había prometido, que harían incluso obras mayores que las que él hizo. En segundo lugar, precisamente porque tienen esta profunda experiencia de tener el mismo Espíritu de Cristo, no necesitan ya “ver” físicamente a Jesús. Ellos experimentan, ellos “son” el mismo Cristo resucitado. Con esta experiencia, no es extraño que el texto recalque que los sentimientos que los inundaban fueran de paz, de alegría, de perdón. Para expresar todas estas vivencias, esta comunidad retoma narraciones de la resurrección de Jesús y de las promesas hechas por él y que ahora sienten que se cumplen en ellos.
3. Sesenta años de distancia son bastante tiempo. Pero lejos de borrar la memoria de Jesús para esta comunidad este período fue la oportunidad de ir creciendo y madurando, apropiándose de los relatos de la tradición y dejando que el Espíritu y la práctica del amor les permitiera a ellos mismos ir haciendo realidad la vida en Cristo resucitado. Sabemos por estudios históricos que esa comunidad donde se creó y escribió este que llamamos evangelio de Jn, tuvo que pasar por muchos conflictos: con el resto del pueblo judío, de donde ellos provenían, con otras comunidades cristianas, con las que tenían diferencias, y dentro de su propia comunidad cuando se producían divisiones de pareceres y prácticas. La forma como vivieron esos conflictos, dejándose inspirar por el Espíritu y mover por el amor, les permitió ir apropiándose de la memoria de Jesús y entenderse mejor ellos mismos como forma de presencia de Dios en el mundo de su época.
4. Los acontecimientos que a nosotros nos toca vivir, los conflictos económicos y sociales, los problemas familiares y laborales, las diferencias en las mismas prácticas religiosas, pueden ser también para nosotros no un motivo de angustia, ni de impedimento de nuestro crecimiento espiritual, sino todo lo contrario. En la medida en que dejemos que el Espíritu que habita en nosotros nos permita vivirlos con amor desinteresado y pleno, esos mismos acontecimientos irán haciéndonos crecer en nuestra vivencia y comprensión de la vida de Dios en nosotros, y en el crecimiento de lo que somos cada uno a de nosotros llamados a ser en la mente de Dios.Ω
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