2º domingo de Cuaresma, 8 mar. 09
Lect.: Gén 22: 1 – 2. 9 a, 15 – 18; Rom 8: 31b – 34; Mc 9: 1 - 9
1. Recordábamos la semana pasada que el evangelio de Mc no es una biografía de Jesús, sino una narración de su itinerario, de su recorrido espiritual, expresado con unos hechos seleccionados, con un gran contenido simbólico. El punto de partida de ese recorrido era el desierto como símbolo del abandono, de la desposesión, como disposición a enfrentarse consigo mismo y con Dios. Hoy, el relato de la “transfiguración” expresa también simbólicamente un rasgo de todo ese recorrido. Para entender cuál es ese rasgo hay que leer este texto de hoy en relación a otros dos textos de Mc con los que está estrechamente conectado: el del bautismo y el de la crucifixión. En los tres relatos (“tríptico” narrativo) desaparece la separación entre cielo y tierra (desgarre del cielo, del velo del templo y nube de la presencia divina y vestiduras que reflejan otra presencia; voz de “este es mi hijo amado”) y se revela la identidad profunda de hijo de Dios. Es decir, es una invitación a redescubrir lo que es el mundo, el universo, y lo que es cada uno de nosotros. Una invitación a pasar de una visión negativa y limitada de nuestra realidad material, a percibirla como una realidad cargada de la presencia de lo divino, donde incluso el sufrimiento y la muerte adquieren otro significado, y no el de castigo y fracaso. Visto así, el relato de la transfiguración expresa simbólicamente no un simple momento de la vida de Jesús sino un rasgo de toda su vida espiritual. Si el recorrido espiritual cristiano empieza con la experiencia de desierto, esta experiencia de desposesión, solo es el comienzo de un largo proceso de auto - descubrimiento. El desierto elimina los obstáculos, purifica los sentidos, nos prepara para que el Espíritu nos vaya conduciendo en un largo proceso —simbolizado por la transfiguración— de descubrimiento de lo que significa decir que el ser humano es hijo de Dios.
2. Este proceso es un rasgo de la existencia de Jesús y de la nuestra. Por eso es importante que se nos presente ya en este 2º domingo de cuaresma para asumir ya el ejercicio de reflexión y de práctica que debería acompañarnos siempre. ¿En qué puede consistir este ejercicio? Fijémonos hoy al menos en ese énfasis que aparece en los tres relatos con que Mc liga el bautismo, la transfiguración y la crucifixión: nuestra vida espiritual consiste en ir preparándonos para descubrir poco a poco que en nuestra vida no hay separación entre lo sagrado y lo profano, entre lo divino y lo humano. Como de ordinario no entendemos esto que es lo que realmente somos (somos “ciegos”), nuestra vida refleja esa equivocada separación, ese “dualismo”, esa casi esquizofrenia. Por ej. el mundo de nuestro trabajo, de nuestros negocios, de nuestras relaciones amorosas, las vivimos con frecuencia como si fueran realidades materiales que nada tienen que ver con la experiencia de Dios. Cierto, que en el mejor de los casos tratamos de vivirlas moralmente, pero eso solo significa que tratamos de hacerlas conforme a normas de conducta correctas, tal vez para poder “ganarse el pase” al cielo. En ese tipo de práctica relegamos el espacio sagrado al templo, y pensamos que el encuentro con Dios lo tenemos aquí, por lo general, solo una vez por semana. Lo que además se vive como una obligación, ley de la iglesia que hay que cumplir para no cometer pecado mortal. ¿No es cierto que esto es como vivir dividido en dos, una parte sagrada, en el templo, y otra profana, mundana, en la vida real?
3. El ejercicio de cuaresma debe prepararnos para cambiar esta visión y esta práctica y para emprender ese recorrido de autodescubrimiento y de descubrimiento del mundo como una sola realidad, en un proceso de transfiguración, que el espíritu de Dios va operando en nosotros. Hasta llegar a la Pascua, momento de descubrir y a experimentar la presencia de Dios en todos los ámbitos de nuestra vida. Descubrir incluso como el centurión que descubre en la muerte de Jesús su calidad de hijo de Dios, aunque parezca contradictorio. Este proceso irá cambiando nuestras costumbres, nuestras maneras de relacionarnos, de establecer nuestras prioridades en la vida, nuestras maneras de orar y de buscar a Dios.Ω
Lect.: Gén 22: 1 – 2. 9 a, 15 – 18; Rom 8: 31b – 34; Mc 9: 1 - 9
1. Recordábamos la semana pasada que el evangelio de Mc no es una biografía de Jesús, sino una narración de su itinerario, de su recorrido espiritual, expresado con unos hechos seleccionados, con un gran contenido simbólico. El punto de partida de ese recorrido era el desierto como símbolo del abandono, de la desposesión, como disposición a enfrentarse consigo mismo y con Dios. Hoy, el relato de la “transfiguración” expresa también simbólicamente un rasgo de todo ese recorrido. Para entender cuál es ese rasgo hay que leer este texto de hoy en relación a otros dos textos de Mc con los que está estrechamente conectado: el del bautismo y el de la crucifixión. En los tres relatos (“tríptico” narrativo) desaparece la separación entre cielo y tierra (desgarre del cielo, del velo del templo y nube de la presencia divina y vestiduras que reflejan otra presencia; voz de “este es mi hijo amado”) y se revela la identidad profunda de hijo de Dios. Es decir, es una invitación a redescubrir lo que es el mundo, el universo, y lo que es cada uno de nosotros. Una invitación a pasar de una visión negativa y limitada de nuestra realidad material, a percibirla como una realidad cargada de la presencia de lo divino, donde incluso el sufrimiento y la muerte adquieren otro significado, y no el de castigo y fracaso. Visto así, el relato de la transfiguración expresa simbólicamente no un simple momento de la vida de Jesús sino un rasgo de toda su vida espiritual. Si el recorrido espiritual cristiano empieza con la experiencia de desierto, esta experiencia de desposesión, solo es el comienzo de un largo proceso de auto - descubrimiento. El desierto elimina los obstáculos, purifica los sentidos, nos prepara para que el Espíritu nos vaya conduciendo en un largo proceso —simbolizado por la transfiguración— de descubrimiento de lo que significa decir que el ser humano es hijo de Dios.
2. Este proceso es un rasgo de la existencia de Jesús y de la nuestra. Por eso es importante que se nos presente ya en este 2º domingo de cuaresma para asumir ya el ejercicio de reflexión y de práctica que debería acompañarnos siempre. ¿En qué puede consistir este ejercicio? Fijémonos hoy al menos en ese énfasis que aparece en los tres relatos con que Mc liga el bautismo, la transfiguración y la crucifixión: nuestra vida espiritual consiste en ir preparándonos para descubrir poco a poco que en nuestra vida no hay separación entre lo sagrado y lo profano, entre lo divino y lo humano. Como de ordinario no entendemos esto que es lo que realmente somos (somos “ciegos”), nuestra vida refleja esa equivocada separación, ese “dualismo”, esa casi esquizofrenia. Por ej. el mundo de nuestro trabajo, de nuestros negocios, de nuestras relaciones amorosas, las vivimos con frecuencia como si fueran realidades materiales que nada tienen que ver con la experiencia de Dios. Cierto, que en el mejor de los casos tratamos de vivirlas moralmente, pero eso solo significa que tratamos de hacerlas conforme a normas de conducta correctas, tal vez para poder “ganarse el pase” al cielo. En ese tipo de práctica relegamos el espacio sagrado al templo, y pensamos que el encuentro con Dios lo tenemos aquí, por lo general, solo una vez por semana. Lo que además se vive como una obligación, ley de la iglesia que hay que cumplir para no cometer pecado mortal. ¿No es cierto que esto es como vivir dividido en dos, una parte sagrada, en el templo, y otra profana, mundana, en la vida real?
3. El ejercicio de cuaresma debe prepararnos para cambiar esta visión y esta práctica y para emprender ese recorrido de autodescubrimiento y de descubrimiento del mundo como una sola realidad, en un proceso de transfiguración, que el espíritu de Dios va operando en nosotros. Hasta llegar a la Pascua, momento de descubrir y a experimentar la presencia de Dios en todos los ámbitos de nuestra vida. Descubrir incluso como el centurión que descubre en la muerte de Jesús su calidad de hijo de Dios, aunque parezca contradictorio. Este proceso irá cambiando nuestras costumbres, nuestras maneras de relacionarnos, de establecer nuestras prioridades en la vida, nuestras maneras de orar y de buscar a Dios.Ω
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