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Viernes Santo: Víctimas de la ambición de poder y dinero

Lect.: Isaías 52:13 - 53:12; Hebreos 4:14-16; 5:7-9; Jn 1): 16 - 42

  1. La sentencia contra Jesús y su posterior muerte en la cruz deja al descubierto muchas cosas importantes. En primer lugar, pone en evidencia que, cuando los jefes del estado teocrático de Israel, los Sumos Sacerdotes, se unen a los  gritos, “¡No tenemos más rey que el César!, lo que están haciendo no es solo abjurando del Dios liberador del pueblo, sino reconociendo que su verdadero Dios es la ambición de poder y prestigio. simbolizado por el Tesoro del Templo. Es esta codicia la que los ha llevado a causar el sufrimiento y la muerte del pueblo pobre de Israel y ahora los lleva a asesinar a Jesús. Aunque se llenen la boca con discursos de Dios y de la Ley, manifiestan su ateísmo de fondo, al desplazar al Dios de la vida y colocar en su lugar al dinero y al poder.  Es por esa misma causa que son también capaces de traicionar los intereses nacionales, aceptando la divinidad del emperador romano. Al desaparecer por la obra de Jesús la figura del dios cómplice de la opresión que causan, buscan una nueva legitimación religiosa en el poder invasor.
  2. En segundo lugar, se confirma de manera transparente que Jesús de Nazaret está del lado de los excluidos, los pobres, las víctimas, los injustamente condenados. Lo estuvo a lo largo de su vida y ahora lleva esa opción hasta el momento de la donación total de su vida en la cruz. Es su muerte la misma muerte de Monseñor Romero, de Berta Cáceres, de Marielle Franco (Río de Janeiro), de los jesuitas de la UCA, de Gandhi y de tantas otras víctimas. Mueren luchando no por ellos mismos, sino por los demás. No dan un paso atrás, no porque no tengan miedo —el propio Jesús lo tuvo, como lo recuerda hoy la lectura de Hebreos—, sino por responsabilidad en su compromiso y por su crecimiento espiritual que les ha permitido subordinar su ego a los más altos valores.
  3. En este Viernes Santo, la figura imponente del crucificado nos interpela, como nos interpelan todas las demás víctimas. Nos interpelan porque, querámoslo o no, cada una de ellas nos revela que esos grandes valores humanos por los que murieron, también están en nosotros. Pero también nos interpelan poniéndonos en alerta ante otros sentimientos negativos, victimarios, o cómplices, que todos llevamos dentro y que si no nos decidimos por la Buena Noticia, pueden aflorar a la superficie y, por lo menos, dejarnos callados e inmóviles, indiferentes ante el peligro del atropello de los derechos humanos y de toda forma de injusticia. Y las víctimas nos revelan que lo que hagamos o lo que dejemos de hacer con ellos, repercute, como un efecto mariposa en los lugares y personas más insospechados. No podemos olvidar la memoria de las víctimas, porque nuestro olvido permitiría reproducir ese mundo violento que destruye las Bienaventuranzas, al asesinar a los luchadores por la justicia y a los que construyen la paz.
  4. Durante muchos siglos, en la Iglesia, diversas teologías que se esforzaban por interpretar la muerte de Cristo, hablaban de una muerte “vicarial” o “sustituta”, es decir que Jesús de Nazaret, moría en vez de nosotros, “pagando por nuestros pecados”.  Además de que esta interpretación, en algunas de sus modalidades, olvidaba al Dios de misericordia y nos ponía frente a la inaceptable figura de un Dios casi pagano, que reclamaba sangre —¡incluso la sangre de su hijo!— para poder darnos su perdón, las circunstancias del mundo en que vivimos nos ha permitido vislumbrar que Jesús, el Hijo del Hombre, el hombre pleno, y los otros hombres y mujeres victimizadas, están en su lugar de ejecución recordándonos que están en nuestro lugar, es decir, que proclaman lo que cada uno de nosotros puede y también debe hacer cuando sea exigido y, de momento, ellos nos sustituyen y lo hacen en nuestro nombre.Ω   

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