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5º domingo de Cuaresma: Rompiendo los límites de nuestro yo

Lect.: Jeremías 31:31-34; Hebreos 5:7-9; Juan 12:20-33


  1. Si a una madre o un padre de familia se le dice que tiene que pasar horas en vela para cuidar de su hijo gravemente enfermo, no lo va a dudar ni un momento. Es más, no hace falta decírselo. Si se da cuenta de que es necesario lo hará, a costa de sacrificar horas de sueño y descanso propios. O también, si una hija o un hijo ven que uno de sus padres o de sus hermanos requiere ayuda para resolver un conflicto en el que está metido, tampoco lo pensará dos veces para darle su apoyo. De hecho, nos brota de forma natural  el dar algo de nosotros mismos, de nuestro tiempo, de nuestras cosas materiales, cuando percibimos que podemos beneficiar no solo a los familiares cercanos, sino también a amistades o a otras personas que se encuentran en necesidad de diverso tipo. Pero, ¿por qué sucede esto de esta manera?  Algunos podrían pensar que se debe a un sentido de sacrificio o, en el caso de las mujeres, de sumisión, por tradición o influencia cultural. En otros casos, podría señalarse que se hace por apego o por interés. Sin desechar como parcialmente posibles estas explicaciones, se da también otra razón. Como que llevamos inserta en nuestros genes la conciencia de que todos los seres humanos venimos a la existencia muy incompletos y vulnerables, y que no basta nacer para ser persona humana, sino que cada recién nacido, desde sus primeros días, y a lo largo de su vida, tanto biológica como antropológicamente necesita de los demás para llegar a ser lo que está llamado a ser. Nadie se la puede jugar solo, por sí mismo.  Y todos y todas, hombres y mujeres, estamos llamados a dar algo de nosotros mismos para que los demás puedan ser.  Al mismo tiempo, quienes reciben van experimentando que lo que son es fruto de lo que han recibido. En otras palabras unos y otros, a lo largo de la vida, vamos  descubriendo que en nuestro propio yo hay algo heredado, recibido del yo de los demás. La madre, el hijo, el amigo que da y recibe algo de sus familiares y amigos, en sentido profundo, lo hacen es porque no separan su yo del de su hijo, familiar o amigo.  Se ven y valoran a sí mismas integradas con los demás. 
  2. Sin embargo, esta disposición para dar algo o mucho de sí, parece, por experiencia, que conoce un límite psicológico, cuando lo que se nos pide es dar la vida por otros, dedicándonos a trabajos, a tareas que nos ponen en riesgo de muerte. Se trata de una petición extraordinaria que va más allá de los límites habituales. Tenemos la tendencia a pensar la propia muerte como el final, como la negación de lo que somos, y huímos espontáneamente de todo lo que parece conducirnos a ella. Y aquí es donde la afirmación que Jesús hace hoy nos cae como un balde de agua helada, nos desconcierta y nos mueve el piso. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna.” La afirmación de Jesús no solo es fuerte, atemorizante para quienes intentamos seguirle. Con estas frases del evangelio, ¿se estará tratando de decir que debemos inmolarnos por los demás si queremos ser  cristianos auténticos?
  3. Para  aproximarnos, de momento, a lo que quiere decir este texto de Juan, pensemos, como un primer paso, que lo que nos está pidiendo no es destruir nuestro yo, sino ampliar los límites de lo que somos. Disponernos a morir a una dimensión que todos construimos desde que nacemos, pero que no agota nuestra realidad humana. Esa dimensión es la de la construcción de un yo individual, centrada en uno mismo. Es una inclinación necesaria al inicio de nuestra vida para encontrar la identidad propia y para sobrevivir en la colectividad. Pero que tenemos que ir trascendiendo,  superando esa tendencia egocentrada e ir rompiendo progresivamente sus límites, para poder establecer relaciones satisfactorias con todos y con todo, y para vivir esa plenitud humana, que solo se logra abriéndonos a la unión plena con Dios, unión que incluye nuestra contribución al logro del bienestar y la felicidad de todos nuestros semejantes. Dicho de manera negativa, un poco en el tono del evangelista hoy, esto no se logra sino muriendo a una vida de metas exclusivamente individualistas que  prioriza solo las satisfacciones propias; muriendo a ese modo de vida que impulsa y construye el tipo de sociedad neoliberal y egoísta en que nos ha tocado vivir. A ese modo de vida, dice el evangelista, debemos estar dispuestos a morir.
  4. Pero expresado de manera positiva, la vía para esa ampliación de límites de nuestro yo está más al alcance de cada de cada uno de lo que podemos imaginar. Esa vía es la del amor auténtico. Este es el que nos permite trascender nuestros límites, muriendo al “hombre viejo” para crecer en vida nueva. De manera análoga a lo que sucede en el grano de trigo o en cualquier semilla, esa “muerte”, así entendida es la condición para que se libere toda la energía vital que ya tenemos en nosotros mismos y ahora se manifiesta de una forma nueva. Lo que Jesús está afirmando es  que el ser humano posee muchas más potencialidades de las que vemos superficialmente, pero que en cada don que hacemos de algo nuestro vamos definiendo en cada uno un hombre o una mujer nuevos. Y, sobre todo, como en el caso de Jesús, cuando se llega al final de nuestro recorrido histórico no como un suceso aislado, sino como  la culminación de un proceso de donación de sí mismo. La muerte sella entonces definitivamente la entrega de lo que hemos sido para dar más vida a otros, incluso después de que hayamos partido.  Nuestra fuerza vital queda también conformando la identidad de otros que vienen detrás.
  5. A pesar de escuchar este mensaje, vivir sus implicaciones resulta difícil. Al mismo Jesús le da temor el desgarro que supone morir a los falsos valores de la sociedad en que él vivía. La tentación de huir de esa muerte se refleja en la propia exclamación de Jesús cuando, angustiado, se pregunta a sí mismo si debe pedir al Padre que lo libre de esa hora que le ha llegado.   No nos extrañe, entonces, si a nosotros también nos cuesta. Lo que nos anima es el testimonio del amor pleno de Dios manifestado en Jesús. Como él, rompiendo los límites de nuestro yo, experimentamos una vida en la que no quedamos solos, porque nuestra donación da fruto más allá del corto alcance de nosotros mismos.Ω

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