Lect.: I Reyes 3:5, 7-12; Romanos 8:28-30;
Mateo 13:44-52
- No debería ser extraño que Salomón, —lo dice la primera lectura—, no le pidiera a Dios ni riquezas, ni larga vida, ni la muerte de sus enemigos, sino únicamente sabiduría, capacidad de discernimiento para entender lo que es valioso y distinguirlo de lo que no vale. En su caso, como rey, consideró que era el mayor don que podía recibir de Dios, para poder gobernar adecuadamente, discerniendo lo que más le convenía a su pueblo. No debería ser extraño, aunque, contrastando con las que parecen ser las principales aspiraciones de tantos líderes políticos contemporáneos, sí puede resultar raro.
- Esa capacidad de entender lo que es valioso, en nuestro interior y en nuestro entorno, en nuestro ser y en nuestro actuar es, no solo para los gobernantes, sino también para nosotros, lo que nos hace sabios. Esa sabiduría es la que permite descubrir, “escondidos” en el campo que somos nosotros con nuestro entorno, el verdadero tesoro, o la perla valiosa, como nos dicen las dos parábolas de hoy. Si en la tradición bíblica, se entiende por “sabiduría” el saber vivir, este conocimiento es el que nos hace sabios. Las parábolas que nos transmite la liturgia de hoy van un poco más allá del pensamiento de Salomón. En la enseñanza de Jesús, y en lo que él vivió, sabiduría es el conocimiento que nos permite descubrir que el tesoro de nuestra vida ya lo tenemos, que está a nuestro alcance, en el campo en que nos movemos, y que , por eso, no hay nada que pueda quebrantar nuestra alegría, nuestra paz profunda. Se comprende porque para Jesús, el tesoro es el mismo Dios presente en cada uno de nosotros. Es la presencia que define nuestra verdadera identidad, la verdadera realidad que soy, y lo que son todas las demás criaturas. Descubrir esta presencia divina en mí, en mi ser y en mi actuar, en todo lo que me toca vivir, en todos aquellos con los que me toca relacionarme, es el tesoro más fantástico que puedo encontrar. Es algo que en la medida en que se torna en una firme convicción nacida de la experiencia, cambia por completo la perspectiva con la que miro y valoro todas las cosas, todas las personas y todas las situaciones.
- Se entiende que las vicisitudes, —los altibajos, los dilemas— de cada día nos estresen, que las incomprensiones por parte de otras personas, las estrecheces económicas, los malestares de salud, y los peligros de violencia y de inseguridad, nos afecten e intranquilicen. También se entiende que, siendo religiosos, creyentes, como somos, en todos esos momentos de tensión busquemos a Dios. Sin embargo, la sabiduría que pedimos nos permite descubrir que ese tesoro, la fuerza del evangelio, la fuerza de Dios, su palabra iluminadora, no la tenemos que ir a buscar ni “en el fondo del abismo, ni en las alturas del cielo”, como dice san Pablo (Rom 10: 5 -10). Es decir, no debemos soñar en ningún santuario remoto, ni en prácticas o ritos únicos, para acercarnos a Dios en toda vicisitud y momento, sino en lo que somos y en lo que hacemos, en el corazón mismo de nuestra acción. Ahí está ese tesoro invaluable, que nos permite atravesar todo lo que nos toca vivir, lo que nos toca disfrutar, lo que nos toca sufrir, sin perder lo mejor para nuestra vida humana.
- Algunos podrán pensar que no es fácil desarrollar esa mirada de sabiduría para convencernos que ese tesoro y esa perla están ya presentes en nuestro campo. Muchos de nosotros hemos estado sometidos, en parte, a la influencia de formas pesimistas de ver la naturaleza humana. Quizás ese pesimismo ha marcado también la catequesis y predicaciones que nos han influido. Es de estas visiones negativas de las que necesitamos purificarnos. Por eso, en cada momento de celebración eucarística, o de oración, no pidamos ni riquezas, ni otros favores; solo pidamos la capacidad para abrir nuestro espíritu y disponer nuestra mente para recibir esa sabiduría que nos de una mentalidad nueva y fresca que nos permitirá conocernos a nosotros mismos y descubrir que la fuerza de Dios, —ese tesoro escondido en el campo y la perla valiosa—, ya está en nosotros y nos hace avanzar hacia nuestra plenitud en todo momento, no antagonizando con nuestra condición material y debilidades humanas, ni con otros valores “de este mundo”, sino poniéndolos al servicio de esa misma plenitud. Ω
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