Lect: Éxodo 12:1-8, 11-14; I Corintios 11:23-26; Juan 13:1-15
- Probablemente a Uds. les pasará como a mí, que cada año que reflexiono en torno a la celebración del Jueves Santo, encuentro un aspecto que me impacta de una manera nueva. Leemos los mismos textos pero, probablemente, las vivencias por las que atravesamos en el momento, nos hacen fijarnos más en énfasis que otras veces hemos dejado pasar. Eso sucede, sin duda, por la riqueza de múltiples significados que tiene la última Cena del Señor y por la sensibilidad más viva que cada uno de nosotros tiene en su situación particular a acontecimientos que nos rodean. Así, por ejemplo, hace dos años, recién estrenando el pontificado de Francisco, pusimos nuestra atención en el lavatorio de pies y el símbolo del delantal evocando el llamado al servicio a los hermanos y hermanas. Luego, el año pasado, nos fijamos en la Eucaristía como rechazo a relaciones humanas regidas por los poderosos sobre los más débiles.
- Este año, me llama la atención el gesto más básico de la Cena del Señor, el gesto de repartir el pan y el vino. Repartir y compartir el alimento es un gesto que se repite a lo largo de la actividad y la vida cotidiana de Jesús. Aparece tantas veces que es imposible relegarlo como si fuera un elemento más, algo secundario. Son varias las ocasiones en que los evangelistas presentan a Jesús compartiendo y enseñando en comidas, hasta el punto de que para sus críticos era reprochable que comiera con pecadores y con recaudadores de impuestos, es decir, con indeseables, marginados por las prácticas sociales de la época, y se le llegara a acusar como un bebedor y un comelón, en contraste con el Bautista. Son también varias las parábolas que toman el tema de los banquetes como símbolo del Reino de Dios. Es imposible, entonces, ignorar que el alimento compartido es uno de los rasgos más característicos de la actividad pública de Jesús.
- Como lo han señalado estudiosos del Nuevo Testamento, estas comidas con participación plural tenían, en aquella sociedad tan marcada por divisiones y discriminación, un gran significado y un gran impacto. En el nombre del reinado de Dios proclamaban una nueva manera inclusiva de convivencia en la que a nadie faltaría el alimento, la base material para existir, no solo para sobrevivir sino para vivir con dignidad. Lo que había incluido como una petición en la oración del Padrenuestro, el pan cotidiano, lo expresaba también simbólicamente cada vez que se sentaba a la mesa con unos y con otros.
- Esta significación de la cena del Señor, que se supone retomamos cada vez que celebramos la Eucaristía es una manera de proclamar la necesidad de justicia de Dios para construir un mundo que todos podamos disfrutar. Hay muchas cosas que han cambiado en la sociedad, desde aquella en la Palestina que vivió Jesús. Pero, lamentablemente una de las peores cosas que perduran es la falta de equidad, la injusta distribución de los bienes de una tierra que fue creada para que todos la disfrutáramos como invitados del Padre, y no como propietarios ambiciosos y excluyentes. Billonarios sin sensibilidad humana al frente de gobiernos poderosos, el dinero estableciendo barreras al interior de la carrera política, la ceguera de grandes empresas obsesionados por la ganancia, a costa de explotación irracional de personas y de recursos naturales, produciendo guerras mortíferas y grandes olas migratorias, son fatales rasgos de la sociedad en que vivimos, a nivel internacional y local. Y lo más paradójico, esa dinámica de la sociedad en vez de producir esfuerzos generalizados de transformación, promueven prácticas de consumo, de rivalidad y de competencia también irracionales en los ciudadanos de a pie, como nosotros.
- Cuatro palabras en el texto evangélico de hoy y en la carta de Pablo: tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo dio nos dicen por qué no debería ser posible participar en la Eucaristía sin comprometerse en una nueva alianza por una nueva forma de convivencia a todo nivel. Nos recuerdan aquella ocasión en que Jesús alimenta a multitud de gente, por medio de la acción de sus discípulos: tomando los panes y los peces, el alimento de que disponían, bendiciéndolo, partiéndolo y dándolo a todos. No es un milagro de multiplicación, sino de distribución. Si hay ahí algún milagro es el de la transformación de los corazones de los discípulos, de liberación de la codicia y el egocentrismo para no permitir más que los pobres y los excluidos se la sigan jugando solos cuando deberían contar, al menos, con los brazos y cerebros, con el trabajo y el ánimo, de quienes participamos en la Eucaristía porque queremos aprender a ser discípulos de Cristo.Ω
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