Lect.: Ezequiel 37:12-14; Romanos 8:8-11; Juan 11:1-45
- Una vez más, tenemos una espléndida dramatización del evangelista Juan para transmitir a su comunidad una enseñanza, en este caso su convicción profunda sobre cómo hay que entender a Jesús. A esta convicción ha llegado cuando escribe este texto, hacia el año 95, es decir unos 60 años después de la crucifixión de Cristo. Si la figura simbólica el domingo pasado era el ciego de nacimiento, esta vez es un hombre que lleva ya cuatro días enterrado en su tumba. En la curación del ciego se nos transmitía la idea de la iluminación del cristiano, a la que estamos llamados, nuestro despertar a una realidad que nos permite superar nuestra comprensión superficial de la vida que vivimos. Hoy, en la salida de la tumba de Lázaro se nos comunica el primer gran descubrimiento que hacemos cuando vamos más allá de lo aparente. La otras lecturas de la liturgia nos apoyan en cuanto al sentido de ese descubrimiento. En palabras de Ezequiel, el profeta de la primera lectura de hoy, salir de la tumba es descubrir quien es Dios, Yavé, dónde está y cómo él ha infundido en nosotros su Espíritu, que es el que nos permite vivir la vida plena. Pablo, en la 2ª lectura lo expresa diciendo que ya no estamos “en la carne”, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en nosotros. Es decir, que lo que somos, nuestra vida humana no se agota en lo que vemos, no está determinado simplemente por las fuerzas y circunstancias físicas, sino que esta vida de cada uno de nosotros ya aquí y ahora participa de la misma vida de Dios.
- Esto es, pienso, algo importante a lo que podríamos aspirar, en particular, en esta Cuaresma: a empezar a descubrir, si no lo sabemos ya, que el evangelio nos llama no meramente a vivir una vida moral correcta y de ritos religiosos. Nos llama a ir más allá, a recorrer un camino de vida en el Espíritu de Dios, un camino espiritual en medio de las circunstancias cotidianas. Nos llama a experimentar el contenido de esos dos signos que utiliza el evangelista Juan, y que se nos abran los ojos para entender y el corazón, la voluntad para ir experimentando lo que podemos hacer al ir participando en la vida de Dios, que nos hace seres humanos plenos. Para nosotros los cristianos, es Jesús en su propia vida, más aún que en sus palabras, quien nos revela esta dimensión extraordinaria de la vida que estamos viviendo ya en este mundo, y que sobrepasa toda imaginación. El ciego curado y Lázaro vuelto a la vida son figuras simbólicas del discípulo de Jesús que empieza a comprender lo que quiere decir la Buena Noticia, el Evangelio, el Reino de Dios.
- Ya hemos explicado sobre la figura del ciego. Vale la pena señalar varios rasgos del relato, tal vez poco divulgados, que permiten entender mejor por qué no se trata de una narración de contenido histórico, sino simbólica. Dejando aparte algunos detalles literarios, como los que presentan al muerto caminando con los pies atados y envuelto como una momia, hay otros puntos más importantes. En ninguna otra parte de los evangelios se menciona a Lázaro. En ninguna otra parte se menciona que las hermanas Marta y María tuvieran este hermano. Si fuera histórico serían ambas cosas muy extrañas porque, por una parte, se destaca que Jesús lo quería mucho. Y, por otra, las hermanas sí aparecen significativamente en otros pasajes ligadas a la vida de Jesús, sin mencionarlo al supuesto hermano. Todo apunta a que, de manera semejante a cuando se habla del “discípulo amado”, Juan se refiera simbólicamente a cualquiera de los discípulos, por cuya iluminación y liberación Jesús se conmueve hasta las lágrimas.
- Presentar al discípulo de Jesús como a alguien al que se le han abierto los ojos de su ceguera y, ahora, como alguien que ha salido de su tumba, subraya que, en primer lugar, el discípulo de Jesús aprende a ver la vida, incluyendo la suya propia, de una manera radicalmente diferente. Saber esto no es contar con una verdad meramente teórica, intelectual, sino que es un impulso que debe convertirse en una experiencia profunda que nos permita vivir la vida de una manera diferente. Que nos permita enfrentar el sufrimiento y el placer con un nuevo sentido, que nos permita recibir golpes, enfermedad y pérdidas con un nueva perspectiva, igual que aprender a relativizar los éxitos, los logros y el disfrute de los bienes materiales. Incluso nuestra oración debería de estar marcada por esta comprensión. Con este enfoque lo esencial que tenemos que pedir al orar no es ni piedad, ni perdón, sino una inteligencia clara, una sabiduría para que la Verdad de Dios pueda reflejarse correctamente en la vida de cada uno de nosotros, sin deformaciones. Por tanto, la voz de Jesús diciendo “Lázaro, sal fuera”, está dirigida a cada uno de nosotros para que salgamos de nuestra “tumba”, de ese encierro mental, de nuestra visión pequeña y miope que se nos ha ido formando con la fuerza de la rutina de enseñanzas religiosas recibidas y de ideologías imperantes y que nos impide vivir sobre la convicción de que la resurrección y la vida plena ya la tenemos en nosotros, como le dijo Jesús a Marta para quitarle la idea de que tenía que esperar hasta el último día para alcanzar la vida nueva. Es ya que se nos ha dado la capacidad de actuar e influir para transformar la vida familiar, la social, la política y la económica. Es ya que Jesús por su Espíritu desde cada uno de nosotros puede también apoyar a muchos otros a que salgan de su “tumba”, de su encierro mental ideológico que les impide descubrir la plenitud de vida que llevan dentro.Ω
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