Viernes Santo, 21 mar. 08
Lect.: Is 52: 13 ; 53: 12; Hebr 4: 14 – 16. 5 : 7 – 9; Jn 18: 1 – 19. 42
(NOTA: esta predicación retoma lo predicado en la parroquia el domingo de Ramos. Apenas hay algunos cambios).
1. La muerte de Jesús no puede verse como una terrible tragedia. Ni siquiera si la interpretamos como una especie de designio divino del sacrificio del hijo, necesario para lavar nuestros pecados. Aunque esta haya sido quizás la tendencia predominante entre nosotros, por el tipo de evangelización que se dio en nuestros países, es necesario saber interpretarla bien. Esta visión tiene aspectos importantes y válidos pero, al mismo tiempo, ha habido peligros reales de distorsionar el mensaje evangélico al leerlo de esta manera. Por ejemplo, el peligro de entender la muerte de Jesús como si fuera una predestinación divina, de un Dios que extrañamente necesitaba la sangre de su hijo para perdonarnos. Esta concepción choca con toda la revelación del Dios Padre de Jesús.
2. Sin embargo hay otra manera de entender el evangelio más amarrada en la historia que ayuda, incluso, a rectificar esa visión del sacrificio de Cristo. Se trata de ver la pasión y muerte de Jesús como la culminación de su vida. Jesús, a lo largo de sus años de vida pública, es mostrado por los evangelistas como envuelto en un clima de persecución. Toda su predicación y su práctica generó “anticuerpos”, reacciones en quienes tenían el poder religioso, político y económico de la Palestina de la época. Son innumerables las veces en que los evangelios hablan de cómo los representantes de esos poderes discutían, insultaban y amenazaban a Jesús, cómo lo acechaban y cómo buscaban la ocasión de matarlo. En más de una ocasión, Jesús tuvo que salir huyendo. Está claro que la vida de Jesús conllevaba una crítica radical, y una transformación de la manera de entender la religión que tenían en su pueblo judío en ese momento. Y, por lo mismo, significaba un enfrentamiento con quienes habían construido sobre esa religión un aparato de poder y de explotación del pueblo. Visto de esta manera histórica, la pasión y muerte de Jesús culmina la persecución de la que Jesús fue objeto. Jesús no es una víctima semejante a las que se ofrecía a los dioses paganos, para aplacar su ira, pasiva, arrastrada al matadero. Es víctima consciente, más bien, del odio que despertó su vida de servicio a los pobres, su entrega a los valores de justicia y de amor, su rechazo de la manipulación de lo religioso al servicio de intereses de poder. Ese tipo de vida y misión, lo llevó a la condena a muerte. Esta puede verse, entonces, como el acto final de servicio, de autodonación, por parte de quien no había venido a ser servido sino a servir. Su muerte es martirio, es decir, testimonio, de lo que es una vida auténtica de entrega amorosa, que es la única que vale la pena.
3. Esta perspectiva nos ayuda a entender el sentido de aquellos textos bíblicos que nos hablan de “la necesidad” que tenía Cristo de padecer, o de que todo esto sucedía “para cumplir las escrituras”, o hacer la voluntad del Padre; o los que hablan de que Jesús entregó su vida sin resistencia. En la culminación de su muerte Jesús completa su realización como plenamente humano. Se completan aquí los alcances de la Encarnación, porque la muerte es parte de la vida humana, y la muerte por persecución es parte de la vida de un profeta de la justicia, en medio de una sociedad injusta. Era la voluntad de Dios que el Hijo se encarnara y viviera ese compromiso. Es, en ese sentido, que se dice que la voluntad del padre era la muerte de su hijo, y que Jesús aceptara libremente su muerte.
4. Esta manera de leer las SSEE nos da una pista no solo para pensar en el sentido de la muerte de Jesús, sino en el sentido de nuestra propia muerte. A la luz del evangelio, la muerte que culmina una vida de servicio —es decir, de entrega, de lucha por la justicia y el amor, de esfuerzo por construir una sociedad más conforme al reino de Dios—, es el ideal que Cristo nos plantea a cada uno de nosotros. No se nos presenta a Jesús crucificado para venir a llorar como en una película triste, sino para impactar la manera como construimos nuestra vida y nos preparamos para la muerte. Ω
Lect.: Is 52: 13 ; 53: 12; Hebr 4: 14 – 16. 5 : 7 – 9; Jn 18: 1 – 19. 42
(NOTA: esta predicación retoma lo predicado en la parroquia el domingo de Ramos. Apenas hay algunos cambios).
1. La muerte de Jesús no puede verse como una terrible tragedia. Ni siquiera si la interpretamos como una especie de designio divino del sacrificio del hijo, necesario para lavar nuestros pecados. Aunque esta haya sido quizás la tendencia predominante entre nosotros, por el tipo de evangelización que se dio en nuestros países, es necesario saber interpretarla bien. Esta visión tiene aspectos importantes y válidos pero, al mismo tiempo, ha habido peligros reales de distorsionar el mensaje evangélico al leerlo de esta manera. Por ejemplo, el peligro de entender la muerte de Jesús como si fuera una predestinación divina, de un Dios que extrañamente necesitaba la sangre de su hijo para perdonarnos. Esta concepción choca con toda la revelación del Dios Padre de Jesús.
2. Sin embargo hay otra manera de entender el evangelio más amarrada en la historia que ayuda, incluso, a rectificar esa visión del sacrificio de Cristo. Se trata de ver la pasión y muerte de Jesús como la culminación de su vida. Jesús, a lo largo de sus años de vida pública, es mostrado por los evangelistas como envuelto en un clima de persecución. Toda su predicación y su práctica generó “anticuerpos”, reacciones en quienes tenían el poder religioso, político y económico de la Palestina de la época. Son innumerables las veces en que los evangelios hablan de cómo los representantes de esos poderes discutían, insultaban y amenazaban a Jesús, cómo lo acechaban y cómo buscaban la ocasión de matarlo. En más de una ocasión, Jesús tuvo que salir huyendo. Está claro que la vida de Jesús conllevaba una crítica radical, y una transformación de la manera de entender la religión que tenían en su pueblo judío en ese momento. Y, por lo mismo, significaba un enfrentamiento con quienes habían construido sobre esa religión un aparato de poder y de explotación del pueblo. Visto de esta manera histórica, la pasión y muerte de Jesús culmina la persecución de la que Jesús fue objeto. Jesús no es una víctima semejante a las que se ofrecía a los dioses paganos, para aplacar su ira, pasiva, arrastrada al matadero. Es víctima consciente, más bien, del odio que despertó su vida de servicio a los pobres, su entrega a los valores de justicia y de amor, su rechazo de la manipulación de lo religioso al servicio de intereses de poder. Ese tipo de vida y misión, lo llevó a la condena a muerte. Esta puede verse, entonces, como el acto final de servicio, de autodonación, por parte de quien no había venido a ser servido sino a servir. Su muerte es martirio, es decir, testimonio, de lo que es una vida auténtica de entrega amorosa, que es la única que vale la pena.
3. Esta perspectiva nos ayuda a entender el sentido de aquellos textos bíblicos que nos hablan de “la necesidad” que tenía Cristo de padecer, o de que todo esto sucedía “para cumplir las escrituras”, o hacer la voluntad del Padre; o los que hablan de que Jesús entregó su vida sin resistencia. En la culminación de su muerte Jesús completa su realización como plenamente humano. Se completan aquí los alcances de la Encarnación, porque la muerte es parte de la vida humana, y la muerte por persecución es parte de la vida de un profeta de la justicia, en medio de una sociedad injusta. Era la voluntad de Dios que el Hijo se encarnara y viviera ese compromiso. Es, en ese sentido, que se dice que la voluntad del padre era la muerte de su hijo, y que Jesús aceptara libremente su muerte.
4. Esta manera de leer las SSEE nos da una pista no solo para pensar en el sentido de la muerte de Jesús, sino en el sentido de nuestra propia muerte. A la luz del evangelio, la muerte que culmina una vida de servicio —es decir, de entrega, de lucha por la justicia y el amor, de esfuerzo por construir una sociedad más conforme al reino de Dios—, es el ideal que Cristo nos plantea a cada uno de nosotros. No se nos presenta a Jesús crucificado para venir a llorar como en una película triste, sino para impactar la manera como construimos nuestra vida y nos preparamos para la muerte. Ω
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