Domingo de Ramos, 16 mar. 08
Lect.: Is 50: 4 – 7; Flp 2: 6 – 11; Mt 26: 14 – 27: 66 (o 27: 11 – 54)
1. De nuevo iniciamos la Semana Santa. Uno puede disponerse a celebrar y a la meditar la Pasión y Muerte de Jesús de diferente manera, dependiendo cómo se haya aprendido a interpretar este acontecimiento. Si aprendimos a verlo como una especie de designio divino del sacrificio de su hijo, necesario para lavar nuestros pecados, entonces estos días se tornan en una mera conmemoración piadosa y agradecida de hecho de nuestra redención. Acompañada de hechos religiosos externos (procesiones, ritos…). Quizás esta ha sido la tendencia que ha predominado entre nosotros, por el tipo de evangelización que se dio en nuestros países. Por supuesto que hay aspectos importantes y válidos en esa visión, pero, al mismo tiempo, ha habido peligros reales de distorsionar el mensaje evangélico al leerlo de esta manera. Por ejemplo, está el peligro de entender la muerte de Jesús como si fuera una predestinación divina, de un Dios que extrañamente necesitaba la sangre de su hijo para perdonarnos. Esta concepción choca con toda la revelación del Dios Padre de Jesús.
2. Sin embargo hay otra manera de entender el evangelio más amarrada en la historia que ayuda, incluso, a rectificar esa visión del sacrificio de Cristo. Se trata de ver la pasión y muerte de Jesús como la culminación de su vida. Jesús, a lo largo de sus años de vida pública, es mostrado por los evangelistas como envuelto en un clima de persecución. Toda su predicación y su práctica generó “anticuerpos”, reacciones en quienes tenían el poder religioso, político y económico de la Palestina de la época. Son innumerables las veces en que los evangelios hablan de cómo los representantes de esos poderes discutían, insultaban y amenazaban a Jesús, cómo lo acechaban y cómo buscaban la ocasión de matarlo. En más de una ocasión, Jesús tuvo que salir huyendo. Está claro que la vida de Jesús conllevaba una crítica radical, y una transformación de la manera de entender la religión que tenían en su pueblo judío en ese momento. Y, por lo mismo, significaba un enfrentamiento con quienes habían construido sobre esa religión un aparato de poder y de explotación del pueblo. Visto de esta manera histórica, la pasión y muerte de Jesús que vamos a meditar esta semana, culmina la persecución de la que Jesús fue objeto. Jesús no es una víctima semejante a las que se ofrecía a los dioses paganos, para aplacar su ira. Es víctima, más bien, del odio que despertó su vida de servicio a los pobres, su entrega a los valores de justicia y de amor, su rechazo de la manipulación de lo religioso al servicio de intereses de poder. Por extraño que parezca, ese tipo de vida y misión, en vez de generar la aceptación general, lo llevó a la condena a muerte.
3. Esta perspectiva histórica nos ayuda a entender el sentido de aquellos textos bíblicos que nos hablan de “la necesidad” que tenía Cristo de padecer, o de que todo esto sucedía “para cumplir las escrituras”, o hacer la voluntad del Padre; o los que hablan de que Jesús entregó su vida sin resistencia. En la culminación de su muerte Jesús completa su realización como plenamente humano. Se completan aquí los alcances de la Encarnación, porque la muerte es parte de la vida humana, y la muerte por persecución es parte de la vida de un profeta de la justicia, en medio de una sociedad injusta. Era la voluntad de Dios que el Hijo se encarnara y viviera ese compromiso. Es, en ese sentido, que se dice que la voluntad del padre era la muerte de su hijo, y que Jesús aceptara libremente su muerte.
4. Esta manera de leer las Escrituras es una pista que nos abre una ventana para meditaciones enriquecedoras esta semana. Pero no solo sobre el sentido de la muerte de Jesús, sino sobre el sentido de nuestra propia muerte. Inevitable parte de la vida humana, a la luz del evangelio, la muerte que culmina una vida de entrega, de sacrificio, de lucha por la justicia y el amor, es el ideal que Cristo nos plantea a cada uno de nosotros. Ω
Lect.: Is 50: 4 – 7; Flp 2: 6 – 11; Mt 26: 14 – 27: 66 (o 27: 11 – 54)
1. De nuevo iniciamos la Semana Santa. Uno puede disponerse a celebrar y a la meditar la Pasión y Muerte de Jesús de diferente manera, dependiendo cómo se haya aprendido a interpretar este acontecimiento. Si aprendimos a verlo como una especie de designio divino del sacrificio de su hijo, necesario para lavar nuestros pecados, entonces estos días se tornan en una mera conmemoración piadosa y agradecida de hecho de nuestra redención. Acompañada de hechos religiosos externos (procesiones, ritos…). Quizás esta ha sido la tendencia que ha predominado entre nosotros, por el tipo de evangelización que se dio en nuestros países. Por supuesto que hay aspectos importantes y válidos en esa visión, pero, al mismo tiempo, ha habido peligros reales de distorsionar el mensaje evangélico al leerlo de esta manera. Por ejemplo, está el peligro de entender la muerte de Jesús como si fuera una predestinación divina, de un Dios que extrañamente necesitaba la sangre de su hijo para perdonarnos. Esta concepción choca con toda la revelación del Dios Padre de Jesús.
2. Sin embargo hay otra manera de entender el evangelio más amarrada en la historia que ayuda, incluso, a rectificar esa visión del sacrificio de Cristo. Se trata de ver la pasión y muerte de Jesús como la culminación de su vida. Jesús, a lo largo de sus años de vida pública, es mostrado por los evangelistas como envuelto en un clima de persecución. Toda su predicación y su práctica generó “anticuerpos”, reacciones en quienes tenían el poder religioso, político y económico de la Palestina de la época. Son innumerables las veces en que los evangelios hablan de cómo los representantes de esos poderes discutían, insultaban y amenazaban a Jesús, cómo lo acechaban y cómo buscaban la ocasión de matarlo. En más de una ocasión, Jesús tuvo que salir huyendo. Está claro que la vida de Jesús conllevaba una crítica radical, y una transformación de la manera de entender la religión que tenían en su pueblo judío en ese momento. Y, por lo mismo, significaba un enfrentamiento con quienes habían construido sobre esa religión un aparato de poder y de explotación del pueblo. Visto de esta manera histórica, la pasión y muerte de Jesús que vamos a meditar esta semana, culmina la persecución de la que Jesús fue objeto. Jesús no es una víctima semejante a las que se ofrecía a los dioses paganos, para aplacar su ira. Es víctima, más bien, del odio que despertó su vida de servicio a los pobres, su entrega a los valores de justicia y de amor, su rechazo de la manipulación de lo religioso al servicio de intereses de poder. Por extraño que parezca, ese tipo de vida y misión, en vez de generar la aceptación general, lo llevó a la condena a muerte.
3. Esta perspectiva histórica nos ayuda a entender el sentido de aquellos textos bíblicos que nos hablan de “la necesidad” que tenía Cristo de padecer, o de que todo esto sucedía “para cumplir las escrituras”, o hacer la voluntad del Padre; o los que hablan de que Jesús entregó su vida sin resistencia. En la culminación de su muerte Jesús completa su realización como plenamente humano. Se completan aquí los alcances de la Encarnación, porque la muerte es parte de la vida humana, y la muerte por persecución es parte de la vida de un profeta de la justicia, en medio de una sociedad injusta. Era la voluntad de Dios que el Hijo se encarnara y viviera ese compromiso. Es, en ese sentido, que se dice que la voluntad del padre era la muerte de su hijo, y que Jesús aceptara libremente su muerte.
4. Esta manera de leer las Escrituras es una pista que nos abre una ventana para meditaciones enriquecedoras esta semana. Pero no solo sobre el sentido de la muerte de Jesús, sino sobre el sentido de nuestra propia muerte. Inevitable parte de la vida humana, a la luz del evangelio, la muerte que culmina una vida de entrega, de sacrificio, de lucha por la justicia y el amor, es el ideal que Cristo nos plantea a cada uno de nosotros. Ω
Excelente comentario, gracias por ayudarnos a ver este pasaje desde otra perspectiva. La de una muerte producto de la coherencia del pensamiento y actuar de ´Jesús, que no claudicó ni siquiera ante las amenazas. Mucho nos falta hoy en día, lamentablemente, el valor con el que Jesús defendió sus convicciones. Otra sería nuestra historia y otro nuestro mundo si no les temiéramos a quienes detentan el poder temporal.
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