“en este mundo ambiguo y negativo, la presencia de Dios no es un factor exterior, sino el milagro mismo de lo humano llevado a su profundidad última”.
(González Faus)
Lect.: Job 38, 1. 8-11; 2 Cor 5, 14-17; Mc 4,35-41
- Con alguna frecuencia, todavía, se habla del discurso de Jesús como de un discurso “revolucionario”. El anuncio del Reino de Dios, que es el corazón de la predicación cristiana, se caracterizaría por proclamar la necesidad de una sociedad nueva, justa, fraterna, equitativa; y por impulsar a los seguidores del evangelio a trabajar de todo corazón y con todas la fuerzas por el cambio de la situación, para lograr esa nueva comunidad humana. Pero el anuncio del Reino no se queda en esa proclamación. El anuncio no es solo lo que sale de la boca de un Maestro —o de un analista o líder político contemporáneos— como enseñanza, sino lo que se refrenda como una acción que contribuye a realizar lo que anuncia. Es decir, no son solo palabras lo que anuncian la llegada del reino de Dios, sino también una fuerza que está presente en las acciones de Jesús, por tanto en su persona, y que se manifiestan en su capacidad de transformar las actitudes, los sentimientos y las relaciones humanas. Una transformación que a veces se expresa en situaciones límites o extremas, rompiendo limitaciones, y por eso hoy día las llamamos “milagros”, “no son la vida ni eliminan las dificultades de la muerte y la vida, pero hablan de las posibilidades de la vida.”
- De uno de esos “milagros” nos habla el relato de hoy, de la tempestad calmada. Como en otros relatos Marcos utiliza un lenguaje que refleja la mentalidad mítica de la época: la fuerza de los elementos naturales, —viento, tormenta, olas— como personificación de espíritus malignos, y así las trata el mandato imperativo de Jesús para calmarlas. Pero no es lo importante el hecho de las representaciones míticas, ni éstas alteran el fondo de la enseñanza y de la revelación. Lo que se quiere resaltar está representado en un conjunto de símbolos que expresan la situación de incertidumbre pospascual en la que quedaron muchos discípulos tras la muerte de Jesús, agudizada su angustia por situaciones problemáticas dentro de sus comunidades y por persecuciones y ataques desde fuera de las mismas. Se sienten juntos en una nave —todavía no se interpretaba como la “Iglesia”, pero sí como la comunidad de discípulos. Expuestos a diversos peligros, mientras que ven que Jesús “duerme”, es decir, al lado de ellos lo ven “muerto”, como lo vieron tras la crucifixión.
- Es una débil fe la que los lleva a invocar al Señor pero suficiente para descubrir que él está realmente ahí vivo, solo que en una forma de existencia nueva que los involucra a ellos, —Jesús en ellos, ellos en Él en unidad— que les exige superar el miedo y a seguir en un camino de maduración de la fe. Experimentar esta existencia nueva es lo que les dará fuerza a ellos también para enfrentar toda suerte de peligros, cuando en su maduración se den cuenta de que el mensaje que anuncian tiene en sí mismo una fuerza transformadora, en la medida en que ellos mismos lo vivan con la totalidad de entrega con que lo vivió Jesús. Esta fusión del anuncio de la Buena Nueva, con su experiencia de esa presencia de la divinidad en Jesús, que los lleva a su propia transformación, es la fuente de su fuerza para transformar y crear una nueva comunidad humana. En el lenguaje con que empezamos esta reflexión, este es el cambio revolucionario que nos involucra a cada uno personalmente en el cambio colectivo y estructural.Ω
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