Lect.: Exodo 24,3-8; Hebr 9,11-15; Mc
14,12-16.22-26
- El domingo pasado hicimos un esfuerzo por releer el texto de la gran misión que Jesús encarga a sus discípulos. Hicimos ese esfuerzo porque a pesar de tratarse de un texto tan importante no siempre, a lo largo de la historia, los cristianos lo hemos leído correctamente. Hoy, escuchando el texto de Mc sobre la última Cena, también podemos preguntarnos, ¿será que entendemos bien el sentido de la Eucaristía como Jesús deseaba que lo entendiéramos? ¿será posible que algo tan central en la vida de nuestra comunidad no lo estemos comprendiendo de manera adecuada o completa? Una celebración como la de hoy es, precisamente, la oportunidad para tratar de entender mejor lo que creemos entender de la Eucaristía.
- Como siempre, no hay que extrañarse de nuestras limitaciones de comprensión. El texto de Mc nos muestra que los mismos discípulos no estaban preparados para entender lo que Jesús quería comunicarles. Ellos le hablan de “preparar la cena de la Pascua”, como si Jesús estuviera pensando en celebrar el rito judío, con un cordero sacrificado en el Templo. Como si Jesús, con tantos gestos y palabras, incluso después de la expulsión de los mercaderes, no hubiera dejado claro que él no estaba tratando de renovar el viejo culto, sino de introducirnos en un culto nuevo, pero en espíritu y verdad. Es decir, el culto de vivir a plenitud nuestra vida humana, compartiéndola con los demás. Las dos primeras lecturas de hoy nos dejan claro el contraste. Jesús ya no invita a que realicemos sacrificios como ahí se describen, los del A.T., o como en el paganismo, para tranquilizar nuestra conciencia y calmar a un Dios “enojado”. Con la entrega total en una vida de servicio, dice el autor de la carta a los hebreos, Jesús nos conduce a una liberación plena purificando nuestras conciencias.
- La Cena del Señor no era para él, pues, una reiteración de la cena pascual judía. Era, sí, una cena de despedida de sus discípulos, en la que él quería comprometerles, en un último gesto, a que se apropiaran del modo de vida que él había vivido. Por eso, cuando parte el pan y se lo da para comer, les invita a que coman, no la materialidad del pan que es siempre perecedera, sino a que “coman”, es decir, que se apropien de su cuerpo, de su persona, de toda su forma de vivir, de su compromiso y proyecto de vida. Hay un pasaje del evangelio de Juan que sin duda recordamos, que nos ayuda a aclarar este sentido de la última cena y de nuestra práctica eucarística. Se trata del diálogo con la multitud después de la multiplicación de los panes. Jesús les recrimina que lo estén buscando por interés de un alimento perecedero. Y les dice que ni siquiera el maná es verdadero pan del cielo. Solo lo es aquel que el Padre envía para dar vida al mundo. Es decir, que los discípulos deben buscar a Jesús y “comerlo”, es decir, hacer de su manera de vivir el alimento. Esto es lo que hace que también la vida de los discípulos, como la de Jesús, se transforme al punto de dar vida al mundo.
- Un día como hoy debemos hacer una pausa y preguntarnos cómo estamos viviendo nuestras celebraciones eucarísticas. Para no ganarnos el regaño que hizo Jesús a la multitud debemos verificar que no estemos celebrando meros ritos religiosos como en el A.T., que no estemos tampoco buscando en la eucaristía un nuevo maná, un remedio, un pan bendito, que venga como respuesta a nuestras necesidades e intereses sino, al contrario, que sea el gesto comunitario en el que nos comprometemos a alimentar nuestro modo de vivir de la forma como Jesús vivió hasta su entrega final. Claro que, para eso, hace falta estar dispuestos a correr riesgos, a compartir el destino de Jesús. En eso consiste la fe.Ω
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