Lect.: Dt 4, 32-34. 39-40; Rom 8, 14-17; Mt 28, 16-20
- Después de los ciclos litúrgicos en que celebramos y reflexionamos sobre momentos importantes de la vida de Jesús, y la liturgia introduce un muy BREVE CICLO DE dos fiestas dogmáticas: hoy la de la Santísima Trinidad y el próximo domingo el Corpus Christi. Digo “dogmáticas” porque no conmemoran hechos o aspectos de la historia de Jesús, sino que presentan enunciados de fe cuya importancia la Iglesia quiere subrayar con la respectiva fiesta litúrgica.
- La de hoy, la Santísima Trinidad, puede pensarse como celebración de la manera como los cristianos expresamos nuestra fe en Dios y que hemos aprendido desde pequeños como la “realidad de Dios”: Uno en tres personas distintas. No es extraño que, entonces, no aparezcan referencias directas en las lecturas de la liturgia tratándose de una formulación teológica que vendría a incorporarse siglos después de que se escribieran los relatos evangélicos. De allí que la invocación bautismal no puede considerarse una confesión de esa fe trinitaria que aún no se había definido.
- Lo más importante entonces, de esta fiesta, me parece a mí, es la oportunidad de hacer una pausa en el ciclo litúrgico para detenernos a reflexionar cada uno qué contenido damos a nuestra fe en Dios, y en qué medida sentimos que nos urge revisar nuestra manera de pensar en ese Dios.
- Siempre me ha impactado esa frase del Prólogo del evangelio de san Juan: “Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único” (Jn 1:18), Es una confesión categórica de que de Dios nada podemos representar. Aunque musulmanes y judíos comparten esa misma posición de respeto, que prohibe incluso pintar una imagen de Dios, hay una diferencia. Es lo que se incluye en la segunda parte de ese versículo de san Juan: aunque nadie jamás ha visto a Dios, sorprendentemente lo podemos conocer por la vida, las acciones, las palabras de un ser humano, el Hijo del hombre, Jesús, un carpintero de Nazaret.
- Cuando nos detenemos a considerar esta afirmación y pensamos que ese Jesús es un hombre de pueblo, condicionado por su tiempo, su cultura, lejana de la nuestra, nos resulta inevitable la pregunta ¿cómo puede ser revelación de Dios con todas esas limitaciones? No es solo que el Dios que entendemos como absoluto se manifieste en un ser humano sino que este humano esta condicionado por el lugar y el tiempo en que vivió. Obviamente, entonces, tenemos que interrogarnos si el dios en quien creemos veinte siglos después y el Jesús que nos lo dio a conocer, ¿no necesitan acaso, también, ser sacudidos de sus condicionamientos históricos, para que tengan sentido para nuestras vidas en el siglo XXI? Es más, transmitidos el conocimiento sobre ese Jesús y ese Dios, a lo largo de todos estos siglos, en que la humanidad ha experimentado transformaciones enormes de la sociedad, del conocimiento de la naturaleza, del propio ser humano, de la ciencia y la tecnología, de las relaciones sociales, políticas y económicas, ¿no tendremos también que sacudirnos de muchos condicionamientos históricos para recuperar y actualizar el sentido de lo que los evangelistas querían expresar cuando hablaban de Dios?
- Es probable que la mejor manera de celebrar esta fiesta de nuestra fe en Dios, quizás sea comprometiéndonos a avanzar en una purificación de nuestra manera de representarnos el misterio de Dios, despojando nuestra fe de herencias culturales que hoy por hoy resultan inapropiadas para pensar al Dios padre de Jesús de Nazaret y para entendernos con la cultura contemporánea. Quizás deberíamos repetir en nuestros corazones esa aparentemente paradójica oración de ese gran místico del siglo XIV, el Maestro Eckhart: “«¡le pido a Dios que me libere de Dios!»
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