Lect.: Hechos 9: 26 – 31; I Juan 3:18-24; Jn 15: 1 - 18
- Para muchos de nosotros, creyentes, sigue siendo un anhelo o un reto, lo que incluso hoy en día entendemos como lograr la comunión con Dios. Lo aprendimos y lo aceptamos como un camino y una meta. En lograrlo vemos nuestra realización personal. Pero también aprendimos que ese “camino” era de índole moral y religioso, tal y como nos lo enseñaba aquella religión, la Iglesia, en la que nacimos. Implicaba fundamentalmente aceptar una serie de verdades, cumplir un conjunto de mandamientos, y asumir una serie de prácticas religiosas.
- Es probable que, a pesar del mantener el anhelo de comunión con Dios y de realizarnos plenamente como seres humanos, muchos entre nosotros no se sintieran satisfechos con el camino trazado y recibido de la tradición y, por eso, además de otras circunstancias, decidieran abandonar la Iglesia. Es probable también que muchos no dieran ese paso pero que, de manera parecida, no se sientan cómodos con lo que predominantemente se considera la “práctica cristiana”. La celebración de este tiempo, de estos domingos sobre todo, llamados “de Pascua”, que siguen a la Semana Santa, dan ocasión para revisar si ese “camino moral y religioso” en el que, con altibajos, continuamos, refleja el Camino de Jesús de Nazaret.
- Jesús nació y creció en el seno de una religión, la religión judía, que afirmaba la necesidad de ser miembro del pueblo elegido y practicar esa religión para ingresar en el Reino de Dios. La pertenencia a ese pueblo la garantizaba la aceptación y el cumplimiento de la Ley, —dimensión moral social—, la cual era recibida y explicada por mediadores, por sacerdotes y maestros —dimensión institucional de fe. Pero el Jesús presentado por el evangelista Juan tiene otra visión del Camino. Ciertamente presenta el Reino de Dios como un ámbito en el que hay que “entrar” para realizar la propia vida. Pero no equivale al ingreso en una institución. Cuando Jesús habla del Reino de Dios, está utilizando una forma de expresar en términos espaciales el cambio radical que ha de verificarse en cada persona, “nacer de nuevo”, es adquirir una nueva identidad, una nueva vida, asumir una forma de vida, para colmar el anhelo de unión de nuestra vida humana con Dios.
- El evangelista enseña a su comunidad, y a nosotros que venimos muchos siglos detrás, que no podemos entender esa unión como si se tratara de juntar dos realidades distanciadas. Como si lo divino fuera algo “externo” a lo humano. Utilizando la imagen de la vid, la planta productora de la uva, tan familiar a quienes le escuchaban, Juan enuncia una enseñanza sorprendente e incluso audaz. El Dios al que nadie ha visto jamás, ahora lo descubrimos presente en un ser humano pleno, Jesús de Nazaret, al punto que él puede afirmar que él está en su Padre y su Padre en él. Él es la puerta de ingreso al Reino de Dios. Pero, dando un paso más, Jesús se presenta como la vid, en la que estamos insertados los discípulos, como sarmientos, como ramas de la misma planta, recibiendo la misma corriente de vida de ésta. Pocas líneas antes, en el capítulo 14: 20, resumía en una frase contundente, el anuncio de un día en que: “comprenderán que yo estoy en mi Padre, y que ustedes están en mí y yo en ustedes”.
- Esta unión es la que permite que la vida de cada uno de nosotros sea fecunda, produzca frutos. Es una afirmación, además, de que no podemos alcanzar nuestra realización plena, solos, de manera individualista, sino integrando comunidades animadas por el amor. Será el comienzo de una transformación de la sociedad.Ω
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