Lect.: Proverbios 8:22-31; Romanos 5:1-5; Juan 16:12-15
- Dice el evangelista Juan, que a Dios nadie le ha visto jamás. Tomás de Aquino, trece siglos después escribía valiosas y profundas reflexiones en su Suma Teológica pero advirtiendo que “de Dios más sabemos lo que no es que lo que es”. Grandes hombres y mujeres espirituales nos han dicho a través de los siglos que a quien llamamos “Dios” es el incognoscible, el inefable, aquél de quien no se puede decir nada. Sin embargo, desde pequeños, desde el catecismo, se nos ha hablado de la Santísima Trinidad, como de una frase que expresa lo que es Dios, diciendo que es un Dios en tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y así se refleja también en la liturgia y en las continuas invocaciones y alabanzas que usamos a diario. ¿En qué quedamos? ¿Se le puede conocer a Dios o no?
- Sin meternos a revisar la historia de la teología, más a nivel de nuestra práctica de fe, creo que podemos decir que la expresión “Santísima Trinidad” es el modo cristiano de referirnos a la realidad de Dios y a la realidad nuestra. Pero pienso que más que transmitirnos una doctrina, ese nombre nos transmite una experiencia, una vivencia humana de la divinidad. El mismo texto del prólogo de san Juan que acabo de citar, después de decir que a Dios nadie le ha visto jamás, añade, “Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha dado a conocer es el Hijo único, que está en el seno del Padre”(Jn 1: 18) Es decir, no es en un libro, en una revelación escrita o milagrosa, en una colección de dogmas, de manera intelectual, donde Dios se nos da a conocer. Se manifiesta en la vida de un hombre pleno, del Hijo del Hombre, en las acciones, en los gozos y en los sufrimientos de Jesús de Nazaret; esa es la forma en que se nos hace visible el Padre. En el texto del evangelio de hoy Juan nos conduce por esta misma línea para que entendamos la manera de descubrir a Dios. Ya no se trata de un Dios lejano y abstracto cuya existencia debemos aceptar por autoridad o por deducción filosófica natural; es un Dios hombre que se nos revela en la historia humana, en nuestra propia historia. Por eso es compartiendo la misma experiencia de Jesús, haciendo nuestros su modo de vida y de muerte, su modo de “leer”, de interpretar y de tomar posición frente a los acontecimientos, es así como llegamos a experimentar en nuestra propia vivencia humana, en sintonía con la de Jesús, al Dios que experimentamos como Padre, Hijo y Espíritu Santo.
- Por esa sintonía de amor con Jesús, es que descubrimos en todo lo que nos rodea al que es fuente de la vida, que llamamos Padre; y podemos discernir en lo que sucede en nuestro entorno lo que realmente fomenta la vida plena y lo que la amenaza. Por esa sintonía de amor, cada vez que los acontecimientos, los problemas familiares, sociales, políticos y económicos nos plantean el reto de tomar una posición, la luz del espíritu nos permite descubrir en nosotros mismos la toma de posición de Jesús de Nazaret, el Hijo que nos alienta a asumir como hijos de Dios, hijos del hombre, como hermanos, su misma posición conforme a las circunstancias.
- La presencia del mismo Espíritu de Dios se nos manifiesta en nosotros como esa fuerza y capacidad de amor, que experimentamos y que no solo nos ilumina sino que nos fortalece para asumir el propio sentido de nuestra vida y para interpretar y abrazar el destino de la comunidad humana.
- Se comprende que en este texto del evangelio de hoy Jesús, según Juan, les dijera a los discípulos “Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad”. Es en el caminar de la historia humana venidera, en donde los discípulos, aquellos primeros y nosotros, permaneciendo en el amor, vamos descubriendo la verdad completa acerca de quien era Jesús, quiénes somos nosotros, cuál es nuestro ser profundo y cómo podemos colaborar a la plenitud de vida para la comunidad humana. Si asimilamos a fondo el significado de esta afirmación de Jesús cambiará sin duda nuestra manera de entender nuestra relación con Dios, con la naturaleza y con nosotros mismos. La Trinidad deja de ser la proclamación de un dogma inaccesible, dado a priori, que debemos aceptar por obediencia, y se convertirá en la experiencia de la realidad divina en nosotros y en la única realidad de la que formamos parte.Ω
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