Lect.: Ezequiel 17:22-24; II Corintios 5:6-10; Marcos 4:26-34
- Las imágenes de la vida agrícola, son siempre evocadoras y una buena ayuda para pensar sobre aspectos, dimensiones, retos y posibilidades de la vida humana. Al fin y al cabo, formamos parte de la naturaleza y la comprensión de lo que somos pasa por comprender esta. Por eso Jesús dirigía con frecuencia la mirada al campo y al mar a la hora de hablar en forma de parábolas, de comparaciones, de esas dimensiones trascendentes de nuestra realización plena, que él llamaba el “Reino de Dios”.
- En el texto de hoy, en los dos pequeños relatos, la figura principal es la de la semilla. Se puede utilizar para extraer diversas enseñanzas, a pesar de la sencillez de la imagen. Pero para captar la intención de Jesús hay que ver el conjunto de cada uno de los breves relatos. En el primero, hay cosas que llaman la atención y hasta podrían parecer extrañas, como también sucede en otras parábolas. Solo aparece una persona, el labrador, que después de esparcir la semilla, se desentiende. Sin embargo, este rasgo no quiere expresar que se trata de un agricultor vagabundo que ni deshierba, ni poda, ni aporta ninguna de las tareas ordinarias de quien cultiva. Lo que el evangelista quiere resaltar es la fuerza de la semilla y de la tierra, que dan lugar a la germinación y luego al crecimiento, por su propio dinamismo, “sin que el labrador sepa cómo”. Esta frase tenía aún más fuerza en una época en que se carecía del conocimiento científico suficiente para entender los procesos de germinación y crecimiento en la naturaleza.
- Es, entonces, un llamado a vivir el momento presente con la confianza en la fuerza del “reino de Dios”, “de la soberanía de Dios” que subyace y opera como “semilla” en el interior de toda persona y de toda comunidad humana aunque, en nuestra condición histórica actual “no sepamos cómo”. Pensando en tantas vicisitudes por las que atravesamos cotidianamente, la parábola no intenta, de ningún modo, animarnos a un falso optimismo que nos llevaría a vivir despreocupados como si siempre las cosas tuvieran que salir bien. A veces, quizás con buena intención, se predica esa falsa religiosidad, que no es la del evangelio. Ya la tan conocida parábola del sembrador nos hablaba de la importancia de la calidad de la tierra en la que cae la semilla, para hacer la diferencia entre una y otra “cosecha”. Pero, para nuestra vida espiritual, más bien, pretende enseñarnos algo de mucha importancia. Una, que prioricemos el valor de la vida presente, en la que la fuerza de la semilla está operando, y no nos perdamos en divagar ni en preocuparnos sobre un futuro, —la “otra vida”— que solo está en manos y en el conocimiento de Dios.
- El segundo relato, el del grano de mostaza, complementa esta enseñanza, con la imagen de este “árbol” que llega crecer a un par de metros de altura, (—en Costa Rica creo que no lo conocemos, aunque si consumimos el derivado de sus frutos como condimento y damos también el nombre de “mostaza” a una variedad de hortaliza—) . Esta segunda parábola enfatiza tres cosas: el carácter de proceso, de crecimiento que caracteriza siempre nuestra vida espiritual, la pequeñez de sus comienzos y su alcance universal —el del reinado de Dios, no el de la Iglesia, como a veces se entiende. Sobre estos aspectos podría reflexionarse un buen rato, pensando en cómo pueden dibujar una vida cristiana paciente y tolerante con las limitaciones propias y las de los demás, precisamente porque son propias de ese proceso de crecimiento de la vida humana, así como también en la vida animal y vegetal. Puede ser desconcertante, —por el concepto más filosófico que evangélico que aplicamos a menudo a Dios— el que Jesús nos invite a descubrir la presencia de la divinidad, incluso en esas etapas aún imperfectas de nuestra evolución. Es parte de lo que significa creer en la Encarnación del Hijo de Dios.Ω
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