Lect.: Ezequiel 18:25-28; Filipenses 2:1-5; Mateo 21:28-32
- Como pasa a menudo, el texto del evangelio que nos presentan los liturgistas no está bien recortado. En este caso, le quitaron los versículos (23 a 27) donde Mateo explica cuándo y a quiénes Jesús contó esta parábola de los dos hijos. Más de un error o distorsión del sentido en lecturas evangélicas se dan por no conocer claramente en qué situación y a qué audiencia se dirigía Jesús. En el texto de hoy, si leemos lo omitido nos damos cuenta de que Jesús entró al Templo y que ahí los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo le cuestionan con qué autoridad es que predica y enseña al pueblo. Él les contrapregunta para que se pronuncien respecto a Juan Bautista. Quiere poner en evidencia su mala intención al cuestionarle. Y, en vez de simplemente defenderse pasa al ataque para discutir con las máximas autoridades religiosas. Puede verse que la parábola de los dos hijos la utiliza para acusarles de escudarse en su cargo religioso y de no vivir una conducta coherente con ese cargo. Se trata de una discusión muy fuerte, al punto de que Mateo pone en labios de Jesús una de las frases más duras que podemos encontrar en los evangelios. Le dice a las autoridades religiosas supremas al terminar la parábola: “Les aseguro que los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al Reino de Dios.” No es que los ponga a la altura de las prostitutas y de los recaudadores de impuestos. Es que los pone por detrás y mucho más abajo que las prostitutas y los publicanos, aunque estos eran social y moralmente considerados como una categoría ínfima.
- Ese detalle tan sencillo de poner la parábola en contexto nos permite destacar dos cosas en el mensaje de hoy. Primero, nos permite acercarnos mucho más al Jesús del evangelio y verlo como uno de nosotros y no como un ser de otro mundo, casi medio esotérico, fantasmal. Por una parte, si los sumos sacerdotes y ancianos están cuestionándole su autoridad para enseñar es porque, sin duda, lo veían como alguien corriente e insignificante, un campesino, un trabajador cualquiera, sin ninguna formación ni títulos eclesiásticos, no es ni sacerdote, ni está autorizado para enseñar la Ley, ni pertenece a ninguno de los grupos de poder religioso o político. Es más, lo veían como alguien que bebía vino y aceptaba entre sus discípulas a mujeres de la mala vida a las que obviamente conocía tan bien que podía atreverse a considerarlas dignas del Reino de Dios. A esto, por otra parte, se le podría agregar la acusación de “irrespeto” porque, como lo muestra precisamente este pasaje que comentamos, Jesús es capaz de plantarse, criticar y discutir a las más altas autoridades religioas. Todos estos rasgos de la vida de Jesús no hacen sino ilustrar traduce, en la vida real de ese momento, lo que Pablo dice en la 2ª lectura de hoy: “Cristo asumió la condición de siervo, se hizo hombre en todo semejante a los hombres corrientes, sin querer retener ávidamente el ser igual a Dios”.
- En segundo lugar, esta contextualización del relato nos permite contar también con un elemento importante para interpretar la parábola de los dos hijos del dueño de la finca. No es muy difícil entender que es peor la conducta del que le dijo al papá que iría a trabajar y luego no fue, que la del otro que le dijo primero que no iría pero que luego recapacitó y fue a trabajar. Es tan obvio que los mismos sumos sacerdotes y ancianos le dan a Jesús la respuesta correcta cuando él les pregunta, ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del Padre? Entonces, si esto es tan obvio, ¿cuál es la enseñanza más profunda de la parábola? Esta sale a la superficie cuando vemos que Jesús está comparando a las autoridades religiosas con el hijo que se quedó en palabras, frente al hijo que respondió con hechos. Lo que hay detrás de esos dos comportamientos es una denuncia de la hipócrita práctica religiosa de los sumos sacerdotes, versus el comportamiento de la gente sencilla del pueblo, despreciados por “pecadores” e ignorantes de la Ley. El evangelio rechaza la actitud de quien oculta lo que realmente es refugiándose detrás de sus apariencias religiosas, en su predicación muy “correcta” y “ortodoxa” pero no respalda por la práctica sino por un “cumplimiento” exterior, legalista, de los mandamientos, pero que en su corazón está lejos de convertirse a los valores evangélicos. Lo que el evangelio valora, en cambio, en el hijo que al principio dijo que no, es su transparencia, la capacidad de reconocerse a sí mismo, con sus errores y aciertos, y su disposición a recapacitar y a cambiar. Las autoridades del Templo eran un ejemplo de lo contrario: tan seguros de su condición clerical, que no pensaban que tenían que cambiar y que tenían asegurada la recompensa divina.
- A nosotros hoy el hecho de ser bautizados, haber recibido los sacramentos, practicar la misa dominical o, en un caso como el mío, el ser sacerdote ordenado y miembro de una comunidad de religiosos o frailes, nada de eso por sí solo nos garantiza que estemos en el camino correcto. Aunque todo esto de la impresión de que cumplimos los mandamientos. Un Padre de la Iglesia, gran maestro y predicador, San Juan Crisóstomo, llegó a decir, comentando esta parábola, que no se debe despreciar a los pecadores, como los recaudadores de impuestos para los invasores romanos y las prostitutas, capaces de arrepentimiento, y que no se puede contraponer los clérigos a los laicos, como si estos fueran inferiores, porque muchos laicos están a menudo por delante de los clérigos, monjes y sacerdotes, que deberían servirles de ejemplo. (Basta pensar en madres y padres de familia, pasando enormes sacrificios para sacar adelante la educación de sus hijos, con grandes apreturas económicas, para cobrar conciencia del sinsentido de valorar por encima de ellas compromisos clericales que pueden no pasar de un conjunto de formalismos). Mateo nos recuerda una vez más que lo que sale de nuestro corazón, los valores que tenemos arraigados ahí, es lo que nos hace de verdad cristianos, junto a nuestra transparencia y sinceridad para reconocer nuestros fallos y estar abiertos al cambio. Como dijo el papa Francisco esta mañana en su homilía: todos somos pecadores pero “podemos elegir entre ser pecadores en camino, que permanecen escuchando al Señor y cuando caen se arrepienten y se levantan, como el primer hijo; o ser pecadores sentados, listos para justificarse siempre y sólo en palabras según aquello que les conviene”.Ω
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