Lect.: Hechos 2:14, 36-41; Pedro 2:20-25; Juan 10:1-10
- A todos nos encanta este capítulo 10 de Juan. Quizás por la evocación de ternura que nos despierta la imagen tradicional de Jesús como buen pastor encariñado con sus discípulos. No por el aspecto de mansedumbre y sumisión de las ovejas, que atrae muy poco a la mentalidad contemporánea, sobre todo de los jóvenes Pero, sin olvidar este aspecto de este texto, hoy día puede ser muy sugerente y formativo fijar nuestra atención en otros aspectos del relato. El evangelista habla también de los peligros que representan los pastores bandidos, ladrones y salteadores. Así los llama, con palabras bien fuertes, que llaman la atención. Durante mucho tiempo, afortunadamente hace ya décadas, la pelea entre católicos y protestantes llegaba a que recíprocamente se aplicaran esos epítetos. Si eras católico, los pastores bandidos eran los pastores protestantes. Y, al revés, si eras protestante, los salteadores eran los curas y obispos católicos. En gran medida esas peleas han desaparecido pero lo que no ha desaparecido es el peligro real de utilizar la religión, la función y el cargo religioso para lucrar en beneficio propio, para mejorar finanzas, para tener más poder y, supuestamente, mejor posición y reputación social.
- La diferencia con lo que pasaba hace unas décadas es que hoy nos damos cuenta de que ese peligro se encuentra prácticamente en todas o en la mayoría de las religiones y, dentro del cristianismo, en todas las diversas confesiones. Es cierto que lo vemos en sectas fundamentalistas, muy reconocidas en sus programas de TV, con los que explotan a personas necesitadas e ingenuas, ofreciéndole milagros, curaciones a cambio de limosnas lo más jugosas posibles. Pero esas prácticas sectarias las podemos hallar también en el campo católico, bajo las mismas u otras formas. Y lo que puede ser novedoso en tiempos recientes es que son comportamientos que se hallan no solo en clérigos, sino también en medios de prensa y en partidos políticos. No solo en individuos, sino también en grupos organizados. Lo que tiene en común el sectarismo religioso donde quiera que se de, es su manipulación de la gente, la manera como coarta la libertad de las personas, su capacidad de pensar críticamente, su posibilidad de buscar la verdad por sí mismos. Las vuelve más dependientes de las figuras de los dirigentes o jerarcas, los mantiene menos maduros, más atemorizados.
- La manipulación de lo religioso y los “pastores bandidos” han existido por siglos. Muchos siglos antes del evangelista Juan, el profeta Ezequiel (capítulo 34) hacía una denuncia en términos terribles de los malos pastores. Entre otras frases que les dedica les dice: “ustedes se alimentan con la leche, se visten con la lana, sacrifican a las ovejas más gordas, y no apacientan el rebaño”; “No han fortalecido a la oveja débil, no han curado a la enferma, no han vendado a la herida, no han hecho volver a la descarriada, ni han buscado a la que estaba perdida. Al contrario, las han dominado con rigor y crueldad.” Es una verdadera explotación religiosa, paralela y a veces unida a la explotación política y económica.
- Estos comportamientos abusivos son difíciles de erradicar, porque están ligados a los peores sentimientos humanos, enraizados a un intento engañoso, en quienes lo desarrollan, por construir su propio ego como centro, ignorando la realidad de los demás. Además, existe un problema histórico cultural con el uso de la imagen o símbolo del “pastor”. En su origen en el pueblo de Israel, y en los otros pueblos circunvecinos, se aplicaba para hablar de los reyes o gobernantes. Por más que en el uso, por parte de Jesús, cambie su connotación, el peso del ambiente dificulta despojarle su vinculación con la idea de autoridad y poder. De ahí que sea más realista cambiar la dirección de los esfuerzos. La mera predicación moral a clérigos, políticos y otros dirigentes seducidos por la rentabilidad de la manipulación de lo religioso, no tiene nada fácil incidir para lograr frenarlos. Puede ser más eficaz y por eso prioritario todos los esfuerzos formativos que apunten a despabilarnos como “ovejas”, —por usar críticamente este mismo término que, como correlato del pastor, tiene también sus limitaciones. “Despabilarnos” significa, dentro del marco simbólico de esta comparación del evangelista, ayudarnos mutuamente para tener el “oído afinado de manera que podamos descubrir el silbido del verdadero Pastor”. Y el oído solo se afina si desarrollamos una conciencia más crítica y una expresión de denuncia más audaz respecto a toda manipulación de lo religioso; si nos estimulamos para ejercer nuestra libertad, y a apreciar y hacer respetar nuestros derechos y, sobre todo, los de los más débiles, no tolerando el uso cínico de argumentos “religiosos” para encubrir intereses financieros o político partidarios. No admitiendo, dentro de las Iglesias y comunidades, la construcción de “liderazgos” o “dirigencias” que se salgan del marco honesto del servicio comunitario, que sean elegidas democráticamente y estén bajo el control de la misma comunidad.
- Todo esto supone, en definitiva construir las comunidades sobre la convicción, profundamente evangélica, de que el verdadero y único Pastor es Dios, el que no tiene nombre, que trasciende toda forma y representación y, por tanto, toda expresión histórica cultural. Trascendente en ese sentido, sin embargo, es el Maestro que nos habla y nos guía desde dentro de nuestro corazón. Nadie más puede pretender convertirse en nuestro líder, en el que conduce nuestras vidas, sin caer en la categoría de “ídolo”. Llama la atención que el mismo Jesús dijera: “«El que cree en mí, en realidad no cree en mí, sino en aquel que me envió. Y el que me ve, ve al que me envió”(Jn 12: 44 – 45).
- Si Jesús es pastor bueno, y puerta del redil, es porque nos empuja a salir del corral, nos motiva a la escucha atenta de las voces de lo real para así descubrir cómo traducir lo que entendemos como “voluntad de Dios”, en las relaciones sociales, y en compromisos libres por lograr cambios personales, de grupo e institucionales. Nos empuja a escuchar a la realidad dentro del marco del encuentro personal insustituible con la divinidad de la que participamos. Ω
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