Lect.:
Sabiduría 9:13-18; Filemón
9-10, 12-17;Lucas 14:25-33
- Si lo pensamos bien, ninguno de nosotros desea vivir esta vida para siempre. Si lo pensamos bien, imaginarse uno con ciento y pico de años, o más, con todas las facultades disminuidas o limitadas, no es un cuadro que genere mucho entusiasmo. Pero, en cambio, si nos topamos con alguien que nos dice, como lo hizo Jesús, que nos invita a tener vida y vida en abundancia, es decir, vivir plenamente, en cada momento, aquí y ahora, durante los años que nos toque vivir, sin duda que ahí sí, nos entusiasmamos y nos apuntamos a la invitación.
- Pero nuestras dificultades, vacilaciones y desánimos empiezan cuando el evangelio nos habla del camino para alcanzar esa meta, —máxime si nos lo dice en términos tan radicales como los que emplea Lucas hoy: odiar padre, madre y parientes, renunciar a todas las posesiones, y hasta a uno mismo, es decir, relativizando nuestra manera de ver, de pensar, de vivir, de valorar…
- Las expresiones tan extremas que usa Lucas se explican, en parte, por el idioma arameo, que parece ser que carecía de comparativos y superlativos, y obligaba a usar estos modos de hablar que nos suenan extremistas. En el fondo, lo que se quiere decir con su uso es que lo que el evangelio llama el “Reinado de Dios” debe tener, para quien sigue a Jesús, una prioridad absoluta, con la que no debe interferir ni la familia, ni el afán de bienes materiales, ni nada, ni tu propia seguridad.
- Pero podemos pensar también en otra razón para explicar por qué estas exigencias del seguimiento de Jesús se plantean de forma tan dura. Aunque estamos acostumbrados a decir que "tenemos" una familia, un modo de ser, y poseemos unas cuantas cosas, lo cierto es que, con frecuencia en la práctica, más bien, la cosa es al revés: la familia, nuestro modo de ser y pensar y los bienes materiales son los que nos poseen a nosotros, nos crean apegos muy fuertes, pueden contradecir valores profundos, se apoderan de nuestra voluntad y nos impiden descubrir nuestro ser auténtico. Es ese tipo de relaciones, del que somos víctimas, al que debemos odiar y a lo que se nos invita a renunciar.
- De ahí que esta renuncia es, en realidad, una liberación de obstáculos para vivir la plenitud de vida a la que Cristo nos abre el camino. Pero no hay que engañarse. Entender esto no hace más fácil el proceso. Sigue siendo un camino que tiene sus costos. Vivir en Cristo, como le gusta decir a San Pablo, es un modo de ser, de vivir y de hacer todo lo que vivimos y hacemos, de manera diferente. Diferente de cómo lo viviríamos y haríamos si, simplemente, nos guiáramos por el instinto de supervivencia y por unos principios morales que facilitan la convivencia. Ese modo de ser y de hacer que conlleva el vivir en Cristo es mucho más que una práctica moral. Es lo que suele llamarse una “espiritualidad”, una disposición interna libre y generosa para vivir en comunión, generando vida en nuestros semejantes y en la naturaleza. Y nacer, crecer y desarrollarnos en ese modo de vida nos exige mucho en términos de tiempo, de trabajo, de energía, de dedicación y práctica para su aprendizaje y desarrollo. Siempre pasa así en todo lo que es prioritario en nuestra vida. Es a eso a lo que a menudo llamamos "sacrificio", y Lucas llama hoy “cargar con la cruz”, pero a lo que damos equivocadamente un sentido negativo. Es la exigencia de un costo, un “precio” por el que hay que pasar para llegar a una meta que “no es barata”, aunque sea una gracia. Hasta el mismo sentido común nos muestra que cuanto más valioso lo que queremos alcanzar, y más prioritario sea para nuestra vida, tanto más debemos despojarnos de todo lo que se opone a su logro. Ya es un tópico muy frecuente hablar de lo que tienen que pasar los atletas de alto rendimiento o los virtuosos de la música.
- Ser discípulo de la Buena nueva de Jesús es precisamente eso, un discipulado, un aprendizaje, una práctica. La meta de la vida abundante no va a venirnos automáticamente ni por estar "de cuerpo presente" en la misa dominical, ni tampoco por dejar de venir a misa y dedicarse a descansar los domingos. Ni por esforzarnos por cumplir unas reglas, ni por “dejar hacer, dejar pasar” los acontecimientos como ocurren. Repitámoslo, este discipulado exige mucho en términos de tiempo, de trabajo, de energía, de dedicación y práctica. Aunque cada uno tendrá que vivir el proceso de manera muy personal y tendrá que empezar, como también aconseja Lucas hoy, por calcular los recursos que tiene para emprender este exigente camino. Como dice el Papa Francisco, el modo concreto de organizar nuestro discipulado y celebrar nuestra fe en las circunstancias actuales, tendremos que descubrirlo cada uno, personalmente, con imaginación y creatividad. Es una importante tarea que tenemos por delante.Ω
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