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Pentecostés

Lect.: Hechos 2:1-11; I Cor 12:3-7, 12-13; Juan 20:19-23

  1.  Con este día que la liturgia llama “fiesta de pentecostés”, cerramos estas semanas de  reflexión sobre la Pascua. No lo hemos hecho por afán intelectual, sino para tratar de vivir conscientemente nuestra participación en la realidad de Cristo resucitado. Y las lecturas de hoy nos remiten, de nuevo a lo que fue la experiencia de los primeros discípulos, por la que descubrieron a Jesús viviente. Fue la experiencia de superación del miedo, del sentido de culpa y de la ruptura de la comunidad lo que les hizo caer en la cuenta que algo nuevo se había producido en Jesús y se estaba produciendo en ellos, después del “final” del calvario. A esto nuevo lo llamaron “resurrección”, “nuevo nacimiento”. Fue una transformación  profunda en su actitud, que les permitió abrirse a una plenitud humana que ya tenían pero que les pasaba inadvertida.
  2. En el texto evangélico de hoy Juan nos hace ver cómo la paz sustituye el miedo que dominaba a los discípulos, y como la culpa se desvanece ante la capacidad de perdonar y perdonarse. Y toda esta transformación se realiza en ellos gracias a la fuerza poderosa que brota del nivel más profundo que sostiene la realidad humana. El evangelista, en la línea de los profetas del A. T., llama a esa fuerza “el Espíritu de Dios”, que Jesús insufla, sopla en los discípulos para despertarlos a ese nivel profundo de la vida y de la realidad. Hablar entonces del “Espíritu Santo”, es hablar del mismo Dios que es todo en todos. Es una manera de “hablar”,  de “nombrar” a esa realidad innombrable, Dios, que sostiene toda la realidad. Innombrable, no visible materialmente, pero del cual podemos tener la experiencia en cuanto alcanzamos el nivel más profundo más íntimo de nuestra vida.
  3. Lo que llamamos entonces fiesta de pentecostés o fiesta del Espíritu Santo no es celebrar un acontecimiento específico de una fecha determinada, algo que tuvo lugar en un momento dado para los discípulos, y que va a suceder un momento dado en nuestra vida. Es un don gratuito y generoso que sucede permanentemente y del que se nos invita a cobrar conciencia.  Por decirlo de alguna manera, nuestra vida, la de cada uno está ya en ese “espacio” del Espíritu, sin dejar la realidad histórica en que nos encontramos. Como sucedió a los primeros discípulos, esa “vida en el Espíritu” se manifiesta en nosotros cuando construimos relaciones de  comunidad, en particular ayudando a generar reconciliación y perdón, sanando las heridas y brechas que nos separan. Cuando miramos a nuestro alrededor, nos puede desanimar la presencia de innumerables factores de ruptura a todo nivel: formas de violencia, de dominación de unos sobre otros, de incomunicación e incomprensión. Son innegables a nivel de la política y la economía dentro de los países y entre ellos. Pero también afectan nuestra vida social y familiar. Evocar el continuo don del Espíritu de Dios nos ayuda a superar el desánimo causado por ese entorno y el miedo a no poder combatir todas esas amenazas  al amor y a la comunidad. Evocar y celebrar el don del Espíritu de Dios nos permite trascender nuestras propias limitaciones porque, —como lo decía el gran espiritual del siglo XX, Marcel Légaut—, descubrimos que está en nosotros Alguien que es más que nosotros, pero que es también parte de nosotros mismos.Ω

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