Lect.: Hechos 14:21-27;
Apocalipsis 21:1-5; Jn 13:31-33, 34-35
- Alguien comentaba, —entre varios comentarios que vi al preparar esta reflexión– que algunos de los textos más difíciles de predicar del evangelio son aquellos que nos resultan más familiares. Algunos, como el que acabamos de oír, es tan conocido que mucha gente, ya antes de oírlo, supone que ya lo sabe y lo entiende y apenas si presta atención a su lectura. Otra gente, por otra parte, puede decir que la verdad es que apenas se le puede agregar nada de explicación. El asunto está muy claro: el mandamiento “nuevo” de Jesús consiste en “amarnos mutuamente”, ¿qué más se puede decir? Ante este tipo de reacciones, la persona que hacía este comentario añadía que lo que hace falta es encontrar un nuevo ángulo para aproximarse al texto, de manera que la lectura nos resulte nueva, refrescante, una verdadera “buena noticia”. De lo contrario, seguiremos usándolo como un eslogan, fácil de repetir, o como una regla moral, difícil de cumplir.
- Un elemento que puede ayudar en nuestra búsqueda de un enfoque distinto, al menos en el texto de hoy, consiste en preguntarse por qué aparece este texto precisamente en este tiempo pascual. Llama la atención que este pasaje se coloque en este 5º domingo de Pascua, siendo así que ya había sido tema central el Jueves Santo. Pienso que esto nos indica que ahora se le quiere ver esde otra perspectiva; se quiere enfatizar que la resurrección, el nuevo nacimiento, —como decía Jesús a Nicodemo— de los que ya, en nuestra vida actual estamos participando, se manifiesta precisamente en el ejercicio del amor. Es esta práctica la que nos identifica como resucitados, como renacidos. Entre los demás signos de resurrección que hemos descubierto los domingos anteriores, este, la práctica del amor, como lo expresó Jesús en su vida, es la característica más importante que manifiesta que estamos viviendo una vida nueva y, al mismo tiempo, el signo que revela la presencia de Jesús en nosotros y de nosotros en Cristo. Para apreciar un poco mejor el alcance de este mensaje, pensemos, por contraste, en lo que Jesús no dijo en esa ocasión. No dijo, por ejemplo, que nuestra nueva condición, nuestra vida nueva, se reconocería por la cantidad de prácticas religiosas que realizáramos, o por los hermosos cuadros y estampas piadosas que colocáramos en nuestras casas. Ni siquiera dijo que seríamos reconocidos por la grandeza de nuestros templos, el brillo de los ornamentos litúrgicos o los diversos rituales en los que participáramos. No dijo nada de eso. Dijo algo mucho más simple que, de tan simple, es difícil de añadirle nada más: dijo que se reconocerá que vivimos una vida nueva, su vida de resucitado, si nos hacemos sus discípulos practicando el amor aprendido de él.
- Por supuesto, como él lo vivió, un amor en el sentido más propio de la palabra: desinteresado, que antepone el bien del otro, el de los otros, el de todos, al “bien” solo mío, entendido de manera individualista e incluso egoísta. Es el amor donación de sí mismo, no el mero ser “buena gente”, o el amor romántico, aunque estos tengan algo de aspiración al amor verdadero. Menos aún la falsificación que supone presentar como “amor” lo que no es sino un deseo de poseer y subordinar a la otra persona —esposa, esposo, hijo, hija, novio, novia— a mis propios intereses y gustos.
- Hay, todavía, algo más que queremos preguntarnos: ¿por qué al amor sin fronteras lo vemos como la marca de los discípulos de Jesús? ¿Acaso no es cierto que el amor es el sentimiento humano más profundo y universal y que no está ligado a ninguna religión, ni cultura? Es más, el propio san Juan dice en su primera Carta que “A Dios nadie le ha visto nunca, [pero] Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud.” Y Juan está hablando de un amor accesible a todos los hombres y mujeres, no solo a los de una iglesia o grupo religioso. ¿Por qué entonces verlo como el mandamiento central de los cristianos, como si solo fuera nuestro, siendo así que es la vía, la práctica humana que nos da a todos los hombres y mujeres plenitud de vida humana y divina? Como iniciación a la respuesta solo quiero, en este momento, presentar una breve consideración para que reflexionemos: Jesús se llamó a sí mismo el Hijo del Hombre. Quiso vivir intensa y plenamente la condición humana, para mostrarnos que todos podemos seguir ese camino de realización. “Fue en todo semejante a nosotros, menos en el pecado”, dice una de las oraciones eucarísticas. Si aceptamos que el amor es parte central de esa condición humana, cuando Jesús nos recuerda que nos amemos unos a otros, no pretende que inventemos algo original, distinto y exclusivo que era desconocido en la tierra, sino que saquemos de lo profundo de la imagen de Dios que somos cada uno de los seres humanos, esa capacidad de amar generosa y desprendidamente. Como él lo hizo. Porque “Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (I Jn 4: 16). Que lo hagamos realidad, como él, Jesús, verdadero ser humano, lo hizo.
- Lo que de alguna manera nos está diciendo, entonces, es que estamos siendo discípulos suyos cuando alcanzamos a vivir como seres humanos plenos que, por ser plenos, practican el amor de donación —hasta el final, como fue su caso. Como seres humanos plenos es que participamos de la vida nueva de resucitados anunciada por la Buena Noticia. Es, entonces, cuando estamos contribuyendo a crear ese “cielo nuevo y tierra nueva”, de la que nos habla hoy la segunda lectura, del Apocalipsis (libro de la Revelación). Una sociedad nueva, en la que no se subordine el bienestar de todos a los intereses financieros egocentrados de unos relativamente pocos. Cuando realizamos actos de amor, por sencillos y pequeños que sean —como los que muchos de Uds. sin duda, han realizado esta semana que pasó—, entonces se está cumpliendo esa profecía del libro de la Revelación de san Juan que acabamos de oír: “he aquí que hago nuevas todas las cosas”. Nuestros pequeños actos de amor serán fruto natural de nuestro nuevo ser y estarán levantando los cimientos de esa nueva sociedad en la que a la multitud de empobrecidos, de migrantes, de víctimas de violencia injusta, Dios “ enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado (Apoc 21: 4). Somos parte de la gestación de ese mundo nuevo “resucitado”.Ω
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