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4º domingo de Pascua

Lect.:  Hech 13:14, 43-52; Salmo 100:1-2, 3, 5; Apoc 7:9, 14-17; Jn 10:27-30

  1. Todas las lecturas de su Evangelio,  Juan las escribió “para que  tengamos vida en abundancia”, ya, hoy mismo. Y para realizar este propósito, y para conocer cómo está teniendo lugar, los relatos nos ayudan a   identificar los signos de la presencia del resucitado en nuestra propia experiencia hoy. Esos signos no son apariciones, —sabemos que estas solo son formas simbólicas de expresar una experiencia interior. Los signos que les convencían de que estaban ya participando en la vida del Resucitado eran, y siguen siendo, la vivencia de comunidad en el amor,  el valor para anunciar públicamente la Buena Noticia y el lograr contagiar a muchos otros con el entusiasmo por esa Buena Noticia. Visión hermosa y esperanzadora.
  2. Pero seguramente que Uds., como yo, tendrán dudas respecto a este mensaje,  y la primera que yo mismo pienso es, ¿no estaré interpretando arbitrariamente estos relatos? ¿De verdad esos hechos son signos de que los apóstoles estaban viviendo una vida nueva, que participan de la resurrección ya en este mundo? (¡antes de morir!). Para levantar nuestra confianza, el texto de hoy del evangelista nos devuelve a  recuerdos que la comunidad de Juan, —que escribieron este evangelio a finales del siglo Iº,— tenía de promesas que Jesús había hecho y que en su momento los primeros discípulos no habían entendido.
  3. ¿Que les había prometido Jesús? Lo primero, que a quienes le siguen como pastor él promete darles “vida eterna”. “Pastor” no tiene aquí una carga de autoridad, sino de cariño y cuidado por sus “ovejas”. Es aquel que da su vida por ellas y que les promete darles vida. Tenemos la tendencia a pensar que “vida eterna” significa que nuestra vida biológica se prolongará sin fin, después de nuestra muerte biológica. Pero, como explican los estudiosos bíblicos, había en griego de la época, —lengua en que se escribió este evangelio—, tres palabras distintas para referirse a la “vida”, y la palabra original usada por Juan en estos textos se refiere a otra forma de vida, no a la vida biológica, sino a la existencia íntegra de la persona. A Nicodemo Jesús se lo había advertido: hay que nacer de nuevo (Jn 3:3), aquí y ahora, independientemente que uno sea joven o viejo. Nacer de nuevo, —que es otra manera de decir “resucitar”—, a un nivel de vida profundo, el más profundo y real que sostiene toda nuestra persona. Es a ese nivel de vida profundo al que han despertado los discípulos tras la resurrección. Y es el que nosotros debemos descubrir, al que debemos despertar, en cada uno.
  4. Pero hay otra afirmación de Jesús tan desconcertante como la anterior. Desconcertante pero que genera gran alegría: una vez más ellos recuerdan que Jesús les había dicho a los primeros discípulos que la vida que él les está dando en ese nivel profundo, es la misma vida de Dios, la vida del eterno, porque “Yo y el Padre somos uno”. Esta extraordinaria afirmación se emparenta con otras palabras de Jesús, colecccionadas en el discurso de la Cena y que son ahora pueden comprenderse a la luz de la Pascua: “ustedes sí me verán, porque yo vivo y también ustedes vivirán. Aquel día comprenderán que yo estoy en mi Padre, y que ustedes están en mí y yo en ustedes.” (Jn 14: 19 - 20). Quedan estrechamente unidas la vida nueva de Jesús, la de Jesús y la de Dios mismo.
  5. No hay que sorprenderse entonces de que experiencias, actividades, aparentemente sencillas y normales, se tornen en signos para los apóstoles queiluminados por el Espíritu, los ven transparentando la vida verdadera, la vida definitiva que ellos están viviendo en Jesús resucitado y que es, finalmente, la vida misma de Dios, del Eterno. Por supuesto que aquí me puede surgir otra duda a mí y a Uds., ¿cómo es esto posible si, a pesar de los signos mencionados, todavía me experimento no solo hombre viejo, como Nicodemo, sino además cargado de imperfecciones? ¿cómo puedo creer que tengo una vida nueva, definitiva, de resucitado, si me experimento ya no solo con las arrugas y canas de la vejez, acaso con problemas de salud, sino además con mis defectos y manías? La respuesta, en la perspectiva del Nuevo Testamento afirma que en la condición humana actual  hay en nosotros una dualidad: un hombre exterior y otro interior (Cfr. 2 Cor. 4, 16). Al hombre exterior pertenece todo lo que la Escritura llama  hombre viejo, hombre terrestre, hombre hostil,  hombre servil. Es la tendencia que nos empuja a centrarnos en nosotros mismos, en nuestro yo superficial y egoísta. Pero está también nuestra otra dimensión: El otro hombre, dentro de nosotros, es el hombre interior; a éste lo llama la Escritura un hombre nuevo, un hombre celestial, un hombre joven, un amigo y un hombre noble. La existencia de una dimensión no niega la otra.
  6. La coexistencia entre ambas dimensiones nos hace convertir a menudo nuestra vida en un campo de lucha. Es nuestra condición humana normal en nuestra presente etapa histórica. “El mismo Dios que dijo: «Brille la luz en medio de las tinieblas», es el que hizo brillar su luz en nuestros corazones para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios, reflejada en el rostro de Cristo. Pero nosotros llevamos ese tesoro en recipientes de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios” (2 Cor 4: 6 – 7) Pero con esta visión que nos da Juan, y que es también la de san Pablo, se nos reafirma una certeza que nos alienta: no somos todo pecado, o naturaleza caída, no somos seres miserables, —como algunas desviaciones religiosas han predicado—, espiritualmente ya hemos resucitado. Por encima y por debajo de todo nuestro ser, en la dimensión más auténtica de nuestra personalidad, las semillas de resurrección ya están en nosotros, resaltan nuestra dignidad y brotan y crecen continuamente por la fuerza del Espíritu de Cristo. “Por eso, no nos desanimamos: aunque nuestro hombre exterior se vaya destruyendo, nuestro hombre interior se va renovando día a día” (2 Cor 4,16).Ω

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