Domingo de Pascua
Lect.: Col 3:1-4; I Cor 5:6-8; Jn 20:1-9
- Podríamos pensar que lo que celebramos hoy, en esta Pascua, fiesta central de nuestra vida cristiana, es tan solo el recuerdo de algo que, tras una terrible semana, la última de su vida que culmina en la cruz, aconteció a Jesús y que llamamos su resurrección. Evidentemente estamos conmemorando la resurrección de Jesús, como lo proclaman los cantos, como lo confiesan los textos evangélicos y, antes que ellos, los que escribió Pablo. Pero, como también nos lo anuncian los mismos escritos del NT, este acontecimiento de la resurrección es un acontecimiento nuestro, algo que sucede en nosotros. No que va a suceder, sino que ya ha sucedido. Lo proclamó hace un momento, la lectura de la Carta a los Colosenses: “si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspiren a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque han muerto, y su vida está oculta con Cristo en Dios.” Está claro: ya nosotros también hemos muerto y hemos resucitado, y nuestra vida está oculta en Dios. Si yo repito esta afirmación aquí esta tarde, Uds. pueden mirarme con incredulidad y decir, “pero, ¿de qué está hablando el padre Jorge? ¿No es que nuestra resurrección, la de cada uno, tendrá lugar al final de los tiempos, quizás miles de años después de que hayamos muerto? ¿Cómo es que Ud. entiende ahora que la resurrección de Jesús lleva consigo nuestra propia resurrección?
- Para respondernos a esas dudas vamos a dedicar las próximas cinco semanas a asimilar el sentido de la Pascua de Jesús, de ese acontecimiento que llamamos la “resurrección” y lo vamos a compartir aquí durante la serie de domingos hasta la fiesta de Pentecostés. Solo quiero anticipar dos cosas. Primero, que con la resurrección de Jesús empezó también la de nosotros sus discípulos. Anoche mismo lo sugería el Papa Francisco en la Vigilia Pascual: “Pedro, después de haber escuchado a las mujeres y de no haberlas creído, «sin embargo, se levantó» (v.12). No se quedó sentado a pensar, no se encerró en casa como los demás. No se dejó atrapar por la densa atmósfera de aquellos días, ni dominar por sus dudas; no se dejó hundir por los remordimientos, el miedo y las continuas habladurías que no llevan a nada. Buscó a Jesús, no a sí mismo. Prefirió la vía del encuentro y de la confianza y, tal como estaba, se levantó y corrió hacia el sepulcro, de dónde regresó «admirándose de lo sucedido» (v.12). Este fue el comienzo de la «resurrección» de Pedro, la resurrección de su corazón.
- Al oír esto puede que Uds. se sientan más confundidos, ya no solo con mis palabras sino también con las del Papa Francisco. ¿Pero cómo es eso de que uno resucite antes de morir? Por eso, voy a anticipar otra pista para empezar a aclararnos. Si queremos entender el significado de lo que quiere decir que Jesús resucitó, —o que Pedro, o uno de nosotros ha resucitado—, no debemos solamente buscar en relatos de las apariciones pascuales, o en expresiones bíblicas que hablan de “resurrección de entre los muertos”, o de que “resucitó al tercer día”, u otras parecidas. Aunque nos extrañe, la interpretación del NT sobre lo que quiere decir la resurrección, la vamos a encontrar sobre todo en los relatos sobre el mensaje que salía de boca de Jesús, en su actividad, en sus milagros, su trato con la gente, con hombres y mujeres, con los pobres y los pecadores. Es decir, en su forma de vivir y de morir vamos a aproximarnos a entender qué quiere decir que Jesús resucitó y así podremos entendernos a nosotros mismos como resucitados.Ω
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