Lect.: Isaías 43:16-21; Flp 3:8-14; Juan
8:1-11
Hace pocas semanas, por internet, se recogían firmas para pedir que se cambiara la ley en una región de Pakistán que permite lo que se llama “asesinatos por honor”, —que a nosotros nos parecerá, sin duda, “asesinatos con horror”. La campaña mencionaba el caso de Saba, una joven que, por casarse con el hombre que amaba, su propio padre le disparó en la cabeza, la metió en una bolsa, y la tiró al río. El hombre después “salió impune por culpa de un vacío en la ley paquistaní que permite a los hombres cometer los llamados ‘asesinatos por honor’. Pero, por increíble que parezca, Saba sobrevivió, ¡y ha generado un rayo de esperanza para acabar por fin con esta barbaridad! A inicios de este siglo, en 2002, quizás lo recuerden, se realizó una campaña semejante para evitar que en Nigeria se apedreara hasta la muerte a una mujer, Amina Nawal, a quien se acusaba de haber cometido adulterio. Amnistía Internacional recogió alrededor de un millón de firmas pidiendo que se suspendiera la ejecución. Sin embargo, todavía en 2010, Nigeria, Somalia, Indonesia e Irán, continuaban practicando la lapidación, como una forma cruel de pena capital. Estaríamos tentados de pensar que si estas prácticas bárbaras subsisten, solo pasan en países lejanos, y que Costa Rica y nuestros vecinos regionales están libres de atropellos salvajes contra la vida de las mujeres. Quizás sea así en cuanto a las formas como suceden, y en cuanto a la ausencia de un respaldo formal de la ley a semejantes salvajadas. Pero el evangelio nos pone en guardia con otras modalidades de atentado contra la vida y derechos de la mujer que a menudo pasamos por alto. Los femicidios y, en particular, los asesinatos de mujeres por sus parejas son algunos casos destacados. El que la legislación concerniente a los derechos de la mujer haya sido redactada sobre todo por varones es, al menos, motivo de reflexión.
1.
Acabamos de
leer este domingo, en Juan, una parábola más de la misericordia, de un género
un poco distinto de las conocidas sobre el “hijo pródigo”, o sobre los
trabajadores de la viña. Esta es “Parábola”, en el sentido de que es una enseñanza en acción. El evangelista,
con el relato del comportamiento de Jesús en una situación concreta, transmite
un mensaje compartiendo lo que es la
actitud de misericordia de Jesús ante quienes son señalados y condenados como
pecadores. Es la actitud que Jesús aprende de su Padre, y la que quiere que
cada uno de nosotros asimilemos y practiquemos en nuestra propia vida.
2.
En el relato
vemos a una mujer que es acusada de adulterio y a la que se quiere apedrear
hasta la muerte, en nombre de la Ley de Moisés que, por supuesto, en la
religión judía, consideran Ley de origen divino. Si los acusadores piden la
opinión a Jesús no es porque tengan dudas de lo que creían que era su
obligación religiosa y moral, sino para poner una trampa a Jesús. Pero Jesús va
a frustrar sus intenciones a pesar de contradecir por completo su manera de
interpretar la Ley. En esa época, para la mentalidad patriarcal, la mujer era
mera posesión del varón, —del esposo o del padre, por eso, en la práctica, en
caso de adulterio, pueden pasar por alto lo que hayan hecho los varones, —el
supuesto amante, y el esposo de la acusada—; solo la acusan a ella. Jesús, por
contraste, al perdonar a la mujer, la valora como persona, le devuelve su
dignidad, le da la palabra y, de paso, se enfrentará a la actitud machista de
la legislación religiosa existente en esa sociedad.
3.
Pienso que a
nosotros, cristianos, leyendo este texto veintiún siglos después, desde su
arranque nos permite descubrir varios problemas que nos amenazan incluso en
Costa Rica hoy: primero, las enormes
limitaciones que tiene la práctica de la justicia humana cuando se deja influir
por creencias, prejuicios e intereses políticos y económicos de diversos grupos
sociales. El machismo, o los
prejuicios raciales, entre otros, pueden encontrarse presentes distorsionando
la práctica de la justicia y marcando desfavorablemente la visión popular. Segundo, los excesos a que puede
llegarse cuando en la práctica de elaboración de legislación humana, se busca
el recurso a argumentos religiosos, intentando sustituir la fuerza del
razonamiento por el aval de una “autoridad absoluta”.
4.
Pero las
enseñanzas del relato evangélico no se
quedan en el nivel de la aplicación de las leyes que rigen la vida de una
sociedad, por importante que esto sea.
Sobre todo, Jesús nos enfrenta a
algo que va más allá del ámbito de la justicia civil. Nos lleva a examinar
el ámbito de nuestra propia conciencia y el de los principios que dirigen las
relaciones con nuestros prójimos; a
examinar lo que mueve nuestra tendencia a formular sobre ellos juicios morales
intransigentes. Lo hacemos
también habitualmente, no solo como individuos, sino como Iglesia con respecto
a comportamientos y acciones que consideramos opuestos a nuestras convicciones,
a nuestras creencias éticas y religiosas. Como dice el Papa Francisco, “También a nosotros, a veces, nos gusta
castigar y condenar a los demás”. Para superar esas inclinaciones el
evangelista indica la necesidad de considerar nuestra propia condición
humana siempre que hacemos juicios morales sobre los demás. Nadie está
libre de pecado, de fallos. Todos tenemos experiencia de nuestra propia
fragilidad y cuanto más la experimentamos, más tendríamos que darnos cuenta de que lo mejor de lo que somos es
pura gratuidad y no es “nuestro”, personal, sino de todos, porque es algo
recibido. No es por mérito propio, sino por el apoyo que nos viene del
ambiente en que nos criamos, de la educación que nos dieron, tal vez de la
relativa comodidad económica en que nacimos y crecimos y que nos libró de
estrecheces que a otros condujeron a conductas inapropiadas. Todo ello, en el
fondo, son signos de la gratuidad de
la vida que pudimos aprovechar.
5.
El Evangelio
nos pide entonces que nuestras mejores
intenciones de justicia broten siempre de una actitud y una práctica de la
misericordia, que se enraíza en la conciencia de compartir fragilidad
humana con todos y de ser, con todos, fruto de la gratuidad divina. Esta
actitud de misericordia es la que nos permite librarnos de la intolerancia y
maltrato a las personas, al distinguir el pecado del pecador, —en nosotros
mismos y en los otros—, y así, pese a
toda fragilidad, reconocer nuestra dignidad de personas, y nuestra capacidad de
cambiar y de superar nuestros fallos.Ω
Una elocuente anécdota de Francisco: (Del libro “El nombre de Dios es misericordia”).
“En la época en que era rector del
colegio Massimo de los jesuitas y párroco en Argentina, recuerdo a una madre
que tenía niños pequeños y había sido abandonada por su marido. No tenía un
trabajo fijo y tan sólo encontraba trabajos temporales algunos meses al año.
Cuando no encontraba trabajo, para dar de comer a sus hijos era prostituta. Era
humilde, frecuentaba la parroquia, intentábamos ayudarla a través de Cáritas.
Recuerdo que un
día -estábamos en la época de las fiestas navideñas- vino con sus hijos al
colegio y preguntó por mí. Me llamaron y fui a recibirla. Había venido para
darme las gracias. Yo creía que se trataba del paquete con los alimentos de
Cáritas que le habíamos hecho llegar: «¿ Lo ha recibido?», le pregunté. Y ella
contestó: «Sí, sí, también le agradezco eso. Pero he venido aquí para darle las
gracias sobre todo porque usted no ha dejado de llamarme señora». Son
experiencias de las que uno aprende lo importante que es acoger con delicadeza
a quien se tiene delante, no herir su dignidad. Para ella, el hecho de que el
párroco, aun intuyendo la vida que llevaba en los meses en
que no podía
trabajar, la siguiese llamando «señora» era casi tan importante, o incluso más,
que esa ayuda concreta que le dábamos.”
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