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2º domingo ordinario: Bodas de Caná

Lect. Isaías 62:1-5; I Cor 12:4-11; Juan 2:1-11

  1. Cuando leemos los evangelios, sin ideas prefabricadas y con actitud de verdadera escucha de la palabra de Dios, la lectura no deja de causarnos sorpresas. Por ejemplo, en este texto de Juan, el de las “Bodas de Caná”, de repente descubrimos que no se habla aquí del matrimonio, y caemos enseguida en la cuenta de que en ninguna parte de los cuatro evangelios se pone en labios de Jesús ninguna enseñanza sobre las relaciones matrimoniales, ni sobre la vida en familia, ni sobre la educación de los hijos. Esto nos sorprende más, por contraste con lo que muchos predicadores enseñan como catequesis familiar, supuestamente con base en las enseñanzas de Jesús.
  2. Pero, entonces, si en el relato de las bodas de Caná el evangelista no está hablando de temas matrimoniales, ¿de qué esta hablando? ¿Cuál es el mensaje? El propio Juan lo dice al final de la narración: hay que entender el relato como un signo, la primera de las señales que realiza Jesús, con lo que manifiesta su gloria. Un signo, una señal, un lenguaje simbólico, de acuerdo. Pero, ¿qué significa? Digámoslo de una vez: quiere dejarnos claro que frente a una religión obsesionada con el pecado, —que insiste en la necesidad de purificarse de impurezas, de cumplir con rituales externos que supuestamente dan salvación personal—, la Buena Nueva de Jesús  presenta e invita a una vivencia humana profunda que conlleva el disfrute con gozo, con alegría, de todos los bienes que salen de la mano del creador. De los bienes materiales, de las relaciones interpersonales y con todos los seres vivientes, del trabajo y del ocio, del esfuerzo y del descanso.  Esa vivencia humana profunda de disfrute de todo es posible gracias al desarrollo de la capacidad de amar que tenemos en nuestro corazón.
  3. Este hermoso mensaje y esta visión innovadora nos los transmite el evangelista con varios símbolos: el de las tinajas de piedra con agua para la purificación, practicada por los judíos; con el símbolo del vino, que nos anima y alegra desde dentro; con la figura de María representando a los fieles de Israel que esperaban una renovación de su religión y de su pueblo, y, sobre todo, nos da Juan el hermoso símbolo del banquete de bodas, utilizado en el A.T. y en parábolas de Jesús para evocar la plenitud del encuentro con Dios y con nosotros mismos, al que todos estamos llamados.
  4. Como siempre nos queda a cada uno de nosotros realizar el recorrido personal, vivencial de este mensaje. Por una parte, para superar la obsesión por el pecado y la tentación del apego a una religión de tinajas —o de templos, o de imágenes— de piedra y a rituales puramente externos. Por otra, nos queda recorrer, sobre todo, un camino en el que podamos descubrir que es en la fiesta, en la alegría de vivir, donde Cristo manifiesta la gloria de Dios. Y que esta alegría nace de la práctica del amor mutuo, de un amor que sabe que “todo ser humano, como creación de Dios, es nuestro hermano, independientemente de su origen o fe religiosa”, como recordaba esta mañana Francisco en su visita a la Sinagoga de Roma. Ω

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