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2º domingo de adviento

Lect.: Baruc 5, 1-9; Flp 1, 4-6. 8-11; Lc 3, 1-6

  1. Si uno quiere hacerse una idea muy sintética de cómo estaba la sociedad palestina, en el momento en que Jesús inicia su actividad, basta con oír la predicación de Juan el Bautista. Hoy nos la resume el evangelista Lucas, con citas dramáticas de los profetas. Para el Bautista la situación es extrema: aquella sociedad, los políticos y los dirigentes religiosos, han torcido los caminos. Han permitido que algunos suban como montes y colinas, mientras que otros se queden abajo y vivan en medio de asperezas. Se ha llegado a tales extremos que se ha alcanzado el límite de la supervivencia social: “el hacha ya está puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no de buen fruto será cortado y arrojado al fuego”. Traducido en un lenguaje de nuestra época, lo que está diciéndoles Juan a los dirigentes es que su proyecto social y religioso ha fracasado y que es el momento de rendir cuentas. No hay que extrañarse que ante semejante predicación, Herodes mandara asesinar al Bautista, temeroso de una rebelión en el pueblo.
  2. Y no era que Juan fuera tan extremista que no dejara una perspectiva de esperanza. Abría las ventanas a un panorama nuevo. Pero era muy claro: había que enderezar lo torcido, abajar a los que se habían encumbrado y rescatar a los aplastados. Pero, sobre todo, a todos les invitaba a preparar los caminos del Señor “en el desierto”. Esto era un signo bíblico muy fuerte: el desierto quería decir, la renuncia a lo superfluo, a acumular lo innecesario, a las superficialidades, a las falsas superioridades… El desierto era el símbolo de querer vivir con lo esencial de lo que es uno mismo, y lo esencial de la vida para todos. Solo así, en el silencio con uno mismo y con la verdad de las cosas, se podían reencontrar los caminos de Dios. O, dicho de otra manera, podría uno mismo convertirse en un camino de presencia de Dios en el mundo.
  3. Fue con ese primer profeta del Nuevo Testamento que Jesús cobró conciencia de su propia misión y expresó su compromiso con ese nuevo modo de vida dejándose bautizar por ese mismo profeta en el Jordán. Igual que él vio también la grave crisis de aquella sociedad y se dedicó también a invitar al pueblo a llevar a cabo un cambio radical. La diferencia, quizás, entre Jesús y Juan fue que, mientras éste ponía énfasis en el temor al castigo, Jesús fue, como lo dice el Papa Francisco, “el rostro de la misericordia del Padre”,con su palabra, con sus gestos y con toda su persona, revela la misericordia de Dios”. Por eso el Papa nos invita a todos a vivir este año santo que se inaugura este próximo martes 8, como Año de la Misericordia.
  4. Lo que me pregunto, como lo hicimos el domingo pasado, es si nosotros, hombres y mujeres costarricenses tenemos conciencia de la gravedad de la situación en la sociedad en que vivimos. Solo cada uno de los presentes y de los que nos lean luego en Facebook, puede por sí mismo contestar esta pregunta. Sin duda nos resulta fácil darnos cuenta de lo torcidas que resultan las prácticas políticas y económicas a nivel internacional que solo dan lugar a esa situación de injusticia que, luego, produce como reacción el terrorismo, la guerra y las demás formas de la espiral de la violencia. Pero, quizás, nos resulta más difícil descubrir en nuestro propio medio lo que quiere decir el mensaje del Bautista, de enderezar lo torcido, abajar lo encumbrado, y levantar lo aplastado. Creo que este corto periodo de Adviento nos está dando la oportunidad de interrogarnos si tenemos conciencia de cómo se nos aplica también en Costa Rica la visión de Juan Bautista. Porque solo si entendemos la gravedad de lo que vivimos, podremos entender la urgencia  del llamado del papa Francisco  para ser, también cada uno de nosotros, signo eficaz del obrar del Padre, de la misericordia; como lo fue Jesús, en nuestra vida personal, en nuestras relaciones, y ante los problemas de los demás. Solo esto es lo que puede ir creando esperanza en nuestro mundo.Ω

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