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27o domingo t.o.


Lect.: Hab. 1, 2-3; 2, 2-4;  II Tim 1, 6-8. 13-14;  Lc 17, 5-10


  1. Muchos de los comentarios y homilías sobre este texto de Lc acaban en una oración para pedir a Dios que nos aumente la fe. Es la misma actitud de los apóstoles. Aparentemente frustrados porque no han tenido éxito en algunas actividades de su misión, le piden a Jesús que les acreciente su fe. Lo curioso es que pasemos por alto que Jesús no parece seguirles la corriente. No les da la razón en que necesitan aumentar la fe. Más bien les cambia de "onda". La cosa no es de cantidad. Bastaría que su fe fuera tan pequeña como un grano de mostaza para vivir en una realidad nueva. No es cosa de cantidad sino de calidad. La fe no es, como a veces suponemos, una acumulación de creencias, y que cuantas más tengamos, con menos dudas, más fe tendremos. 
  2. La fe es algo cualitativamente distinto. La fe no es creencia sino una actitud nueva, una nueva forma de existir que nos permite percibirnos y percibir la realidad de este mundo de una manera distinta a la habitual, nos permite entrar en el misterio de nuestra existencia y descubrirnos relacionados unos con otros y con toda la creación, dentro de la vida de Dios. Y dentro de la vida de Dios experimentamos de manera distinta eso que llamamos nuestros logros y nuestros fracasos, los conflictos, y los momentos de tranquilidad. No lo vemos ya desde nuestro pequeño y distorsionado "yo" centrados en nosotros mismos, sufriendo su aislamiento, sino desde nuestro verdadero ser que en su plenitud es lo que llamamos Dios. Vivir así la vida de fe supone un cambio tan radical que por eso Jesús le habló a Nicodemo, como lo recuerda el evangelio de Juan, de "nacer de nuevo". 
  3. Esta actitud de fe nos da, sin duda, una gran confianza, una gran fuerza, un gran poder, pero no en el sentido como entendemos de ordinario el "poder". No se trata de poderes al servicio de nuestro yo; de un poder de dominación sobre las fuerzas de la naturaleza, como si se tratase de magia o de medicinas sobrenaturales que producen transformaciones físicas en el entorno o en nuestro propio cuerpo. Tampoco se trata de un poder sobre los acontecimientos en el sentido de dominar las acciones o las intenciones de los demás, para que no nos hagan daño, para que nos beneficien. Los ejemplos que usan los evangelistas, de mover colinas o de sembrar árboles en el mar pueden confundirnos. Son exageraciones típicas de la mentalidad oriental de aquella época que sirven a Jesús para expresar la tremenda fuerza que nos da la fe pero no para seguir buscando poderes egocentrados, sino más bien para aprender  a gestionar nuestro yo, a bajarle el volumen y salir de nosotros mismos en el amor, el servicio y la solidaridad. Para eso se requiere, por decirlo con esas exageraciones orientales, más fuerza que para mover una colina. Más que pedir aumento de fe, de lo que se trata es de reconocer que la tenemos y poner en ejercicio el granito de mostaza que ya esta´en nosotros, el don de la fe  y con sus ojos  y no con los del pequeño yo nuestro, descubrir lo que realmente somos en el ser de Dios.


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