Lect.:
2 Sam 12: 7 – 10. 13; Gal 2: 16. 19 – 21; Lc 7: 36 – 8: 3
- Es inevitable que en nuestros pequeños intentos por comprender la realidad divina, que los humanos usemos nuestros limitados conceptos y experiencias de vida, a veces desafortunadas. Por eso hemos construido imágenes desacertadas de un Dios cruel, o de un dios egoísta rival del ser humano, reflejo de nuestras propias imperfecciones. Por eso, en cambio, por medio de las experiencias positivas de la vida de Jesús, experimentamos la divinidad de una manera distinta y maravillosamente humanizadora. A través de la comprensión que Jesús va teniendo de su ser humano profundo, va también teniendo una maravillosa experiencia de Dios y esto es lo que nos transmite con sus parábolas y signos.
- El domingo pasado el evangelio de Lc nos mostraba las dimensiones de la compasión de Jesús, que reflejan su experiencia de un Dios compasivo que le hace sentir con el que sufre enfermedad, muerte de un ser querido u otro dolor físico. Hoy nos muestra el acto de perdonar como la capacidad de identificarse con quien está atrapado por la conciencia de sus culpas, amarrado por el peso de sus deudas. La capacidad de perdonar que Jesús experimenta en Dios es la capacidad de ayudar a quien se siente culpable a romper esas amarras y a liberarse de esos pesos que lo oprimen. Y la capacidad de pedir perdón es la solicitar esa liberación.
- Tratemos de entender esto. Es normal que por nuestra debilidad humana, todos cometamos una vez y otra fallos de comportamiento moral, con consecuencias dañinas. El mayor problema es para nosotros mismos, porque los actos que cometemos deterioran la buena imagen que tenemos de nosotros mismos. Y esto nos hace sentirnos culpables. Además estos actos van afectando nuestras relaciones con los demás, no solo por el daño producido, sino porque nos pone en relación de deuda con quienes hemos ofendido. Nos hace perder libertad. Al dañar a otros y al dañarnos a nosotros mismos vamos progresivamente impidiendo nuestra comprensión de nosotros mismos, lo que realmente somos, creyéndonos que somos solo eso, somos las acciones malas que hemos realizado, solo nuestra debilidad moral, y nos sentimos generadores de daños. Esto nos crea más culpabilidad y más imagen negativa de lo que somos.
- Cuando reconocemos esos daños y buscamos el perdón sanamos interiormente, se reconstruyen las relaciones dañadas por los fallos de comportamiento. Se rompen las amarras que otros tenían sobre mí por las deudas creadas con mi comportamiento. Y se me abre el camino para volver a descubrir lo que soy, mi valor y dignidad como persona humana, más allá de mis errores, de mis fallos morales. Esto es lo que nos muestra la pequeña parábola de los deudores, y lo que, sobre todo, nos muestra la pecadora arrepentida. Al reconocer lo mal que habían actuado, se les da el perdón y el perdón consiste en liberarles de las ataduras y peso de la culpa, dándoles la posibilidad de redescubrir su ser profundo y auténtico, lo que en verdad son, en todo su valor humano divino, más allá de sus fallos morales. De ahí la inmensa gratitud de la mujer, pecadora pública. Es a esta experiencia de liberación a la que se cierra el fariseo que no reconoce los fallos que ha tenido y no pide perdón porque se cree impecable. Autosuficiente en su comprensión de sí mismo, se cierra al descubrimiento de su verdadero ser.
- Me contaban un caso que ilustra este mensaje. Un hombre dominado por el alcoholismo que tras ingresar en el programa de AA, llega descubrirse y valorarse como persona. Es probablemente el reconocimiento de sus fallos, como punto de partida, y sentirse aceptado por parte del grupo, como expresión de perdón, lo que le lleva a liberarse de ataduras y a descubrirse y reconstruirse como persona.
- Ese es el perdón que practica Jesús y que nos revela que también nosotros podemos practicar.Ω
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