Domingo 24 de abril de 2011, Pascua.
Lect.: Hech 10: 34 a. 37 – 43; Col 3: 1 – 4; Jn 20: 1 – 9
1. Hay cosas en los evangelios que deberían llamar nuestra atención y ponernos a pensar. Por ejemplo, cuando Jesús habló de que quien cree en él vive para siempre, si estaba anunciando que lo esencial de su mensaje era literalmente “volver” a la vida, y que nuestros cuerpos muertos invirtieran su proceso de corrupción, ¿por qué no usó ese elemento como parte de su “marketing” —y perdónenme la irreverencia del término—? Semejante anuncio hubiera sido de gran impacto en aquel ambiente , como en el nuestro de hoy todavía. Hubiera ganado tantos o más seguidores que los que le buscaron por la multiplicación de los panes. Pero no encontramos que su predicación contenga ese reclamo continuo. En cambio, sí habla de “nacer de nuevo”, y de vivir una vida “abundante”, “plena”. Apreciaba, amaba la vida, toda forma de vida, pero no parece que su énfasis central fuera garantizar la perpetuación de la vida física, biológica, en la forma que la conocemos. Muy rápidamente se encarga de hacerle ver a Nicodemo que “nacer de nuevo” no es meterse de nuevo en el vientre materno. Y a los discípulos y a los que le escuchaban, que “comer su persona —su carne y su sangre”— no es como comer el maná —que se puede comer y morir como sus ancestros. Y con respecto a la muerte, no liga su mensaje a la idea de que se puede evitar. Al contrario, él es consecuente con su compromiso de vida y llega a abrazar voluntariamente la muerte que otros le estaban causando.
2. Muy diferente es a menudo nuestra visión del evangelio, y vivimos obsesionados con la idea de que esta vida “no se acabe”. Interpretamos entonces fácilmente —y lo hemos hecho así por siglos— el anuncio de la resurrección de Jesús como la garantía de que nosotros superaremos la muerte. Incluso, muchas veces alimentamos nuestro comportamiento moral con la motivación de que habrá “otra vida” en la que se nos premiará por lo bueno que hagamos en ésta. Muchos creen que eso es lo maravilloso del cristianismo, que garantiza “una vida más allá”. Otros, incluso, en algunas tradiciones orientales, relacionan “lo maravilloso de las obras de Dios” en la Pascua, con una ceremonia antiquísima en la que los creyentes del lugar están convencidos de que durante la Vigilia de sábado a domingo de resurrección, el “fuego nuevo” desciende milagrosamente del cielo y enciende el cirio y las velas de los presentes. Tendemos a interpretar la promesa de la resurrección como otro evento milagroso que nos garantiza la pascua de Jesús.
3. ¿Qué es más maravilloso, un portento cuasi mágico de fuego que desciende del cielo, una reversión del proceso de corrupción corporal iniciado tras el fallecimiento? ¿O no será más bien más extraordinario descubrir en Jesús —en su vida y en su muerte— nuestra vida verdadera, nuestro ser verdadero, auténtico, en toda su plenitud? Él hablaba de “estar él en el Padre, nosotros en él y él en nosotros”, de “permanecer en él, como él está en nosotros”, ¿no nos está hablando de vivir esta vida en una dimensión, en un nivel pleno en el que nos sumergimos en Dios? Quizás por eso es que el habla de que el que “cree en él”, —aquí y ahora,— tiene ya —aquí y ahora— la vida eterna, es decir, la vida del eterno, la misma vida de Dios. Una vida que permanece, en ese nivel, en ese orden distinto, aun pasando el inevitablemente trago de la muerte. Por eso, probablemente, aquel cristiano de los primeros tiempos, que escribió el “Evangelio de Felipe” decía, como lo citamos el 5º domingo de cuaresma: “Los que afirman: «Primero hay que morir y (luego) resucitar», se engañan. Si uno no recibe primero la resurrección en vida, tampoco recibirá nada al morir”. (Evang. de Felipe 90).” No tenemos mucha idea de qué sigue y qué le pasa tras la muerte a este “polvo de estrellas consciente” que es cada uno de nosotros. En lo que sí tenemos plena confianza es que en la vida que nos revela y nos da el Espíritu de Jesús, alcanzamos a ser lo máximo que podemos ser. Despertar a ese nivel es resucitar con Cristo. Independientemente de lo que eso implique después de que termine nuestra existencia corporal.Ω
Lect.: Hech 10: 34 a. 37 – 43; Col 3: 1 – 4; Jn 20: 1 – 9
1. Hay cosas en los evangelios que deberían llamar nuestra atención y ponernos a pensar. Por ejemplo, cuando Jesús habló de que quien cree en él vive para siempre, si estaba anunciando que lo esencial de su mensaje era literalmente “volver” a la vida, y que nuestros cuerpos muertos invirtieran su proceso de corrupción, ¿por qué no usó ese elemento como parte de su “marketing” —y perdónenme la irreverencia del término—? Semejante anuncio hubiera sido de gran impacto en aquel ambiente , como en el nuestro de hoy todavía. Hubiera ganado tantos o más seguidores que los que le buscaron por la multiplicación de los panes. Pero no encontramos que su predicación contenga ese reclamo continuo. En cambio, sí habla de “nacer de nuevo”, y de vivir una vida “abundante”, “plena”. Apreciaba, amaba la vida, toda forma de vida, pero no parece que su énfasis central fuera garantizar la perpetuación de la vida física, biológica, en la forma que la conocemos. Muy rápidamente se encarga de hacerle ver a Nicodemo que “nacer de nuevo” no es meterse de nuevo en el vientre materno. Y a los discípulos y a los que le escuchaban, que “comer su persona —su carne y su sangre”— no es como comer el maná —que se puede comer y morir como sus ancestros. Y con respecto a la muerte, no liga su mensaje a la idea de que se puede evitar. Al contrario, él es consecuente con su compromiso de vida y llega a abrazar voluntariamente la muerte que otros le estaban causando.
2. Muy diferente es a menudo nuestra visión del evangelio, y vivimos obsesionados con la idea de que esta vida “no se acabe”. Interpretamos entonces fácilmente —y lo hemos hecho así por siglos— el anuncio de la resurrección de Jesús como la garantía de que nosotros superaremos la muerte. Incluso, muchas veces alimentamos nuestro comportamiento moral con la motivación de que habrá “otra vida” en la que se nos premiará por lo bueno que hagamos en ésta. Muchos creen que eso es lo maravilloso del cristianismo, que garantiza “una vida más allá”. Otros, incluso, en algunas tradiciones orientales, relacionan “lo maravilloso de las obras de Dios” en la Pascua, con una ceremonia antiquísima en la que los creyentes del lugar están convencidos de que durante la Vigilia de sábado a domingo de resurrección, el “fuego nuevo” desciende milagrosamente del cielo y enciende el cirio y las velas de los presentes. Tendemos a interpretar la promesa de la resurrección como otro evento milagroso que nos garantiza la pascua de Jesús.
3. ¿Qué es más maravilloso, un portento cuasi mágico de fuego que desciende del cielo, una reversión del proceso de corrupción corporal iniciado tras el fallecimiento? ¿O no será más bien más extraordinario descubrir en Jesús —en su vida y en su muerte— nuestra vida verdadera, nuestro ser verdadero, auténtico, en toda su plenitud? Él hablaba de “estar él en el Padre, nosotros en él y él en nosotros”, de “permanecer en él, como él está en nosotros”, ¿no nos está hablando de vivir esta vida en una dimensión, en un nivel pleno en el que nos sumergimos en Dios? Quizás por eso es que el habla de que el que “cree en él”, —aquí y ahora,— tiene ya —aquí y ahora— la vida eterna, es decir, la vida del eterno, la misma vida de Dios. Una vida que permanece, en ese nivel, en ese orden distinto, aun pasando el inevitablemente trago de la muerte. Por eso, probablemente, aquel cristiano de los primeros tiempos, que escribió el “Evangelio de Felipe” decía, como lo citamos el 5º domingo de cuaresma: “Los que afirman: «Primero hay que morir y (luego) resucitar», se engañan. Si uno no recibe primero la resurrección en vida, tampoco recibirá nada al morir”. (Evang. de Felipe 90).” No tenemos mucha idea de qué sigue y qué le pasa tras la muerte a este “polvo de estrellas consciente” que es cada uno de nosotros. En lo que sí tenemos plena confianza es que en la vida que nos revela y nos da el Espíritu de Jesús, alcanzamos a ser lo máximo que podemos ser. Despertar a ese nivel es resucitar con Cristo. Independientemente de lo que eso implique después de que termine nuestra existencia corporal.Ω
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