14º domingo tiempo ordinario, 4 de julio 2010
Lect.: Is 66: 10 – 14 a; Gal 6: 14 – 18; Lc 10: 1 – 12; 17 – 20
1.Nos exponemos a una gran tentación al leer este texto evangélico: pensar que lo que a Jesús le interesaba era crear una gran religión, una gran institución, poseedora de las únicas doctrinas verdaderas y las únicas reglas de vida exactas y que, para impulsar este propósito, requería contar con un sinnúmero de seguidores que tratara de hacer proselitismo a como hubiera lugar. Resulta que primero envió a los Doce, y como no tuvieron mucho éxito, ahora envía a los Setenta o Setenta y dos, para cubrir todos los pueblos de la tierra. Si caemos en la tentación de pensar así también nos creeremos que lo importante para la comunidad cristiana es el número de bautismos, de conversiones que logramos, de gente que viene a misa y a celebrar los sacramentos. Cuando la Iglesia razona de esta manera, fácilmente se resbala en ponerse como centro de la película, y en priorizar su doctrina, sus dogmas, sus estructuras, su posición importante en la sociedad, en vez de priorizar su servicio a la gente. Pero ya el domingo pasado hablábamos de cómo Jesús más bien ponía dificultades a algunos que querían seguirle por motivaciones equivocadas. No le interesaba hacer proselitismo. Le interesaba más bien, ayudar a que los seres humanos, decíamos, crezcamos, maduremos y lleguemos a ser personas plenas, psicológica y espiritualmente, libres de todos los males que nos lo impidan. En este texto de hoy, recalca todavía más esta idea. Cuando los setenta y dos discípulos volvieron muy contentos de lo que veían como el éxito de su misión, Jesús les dice: Ojo, no estén tan contentos porque hasta los demonios se les sometan, sino más bien porque sus nombres estén inscritos en el cielo.
2.¿Qué quiere decir eso de estar inscritos en el cielo? Como lo explican los estudiosos de la Biblia, “La imagen se remonta a la costumbre del Antiguo Oriente de inscribir los nombres en los registros reales”, para saber quienes eran los súbditos de tal gobernante. Pero aquí equivale a estar inscritos en Dios (“cielo” es una forma de referirse a Dios sin nombrarlo, por respeto), de un modo irrevocable. Es decir, “la palabra de Jesús puede leerse en el sentido de que nuestras personas están “guardadas” en Dios y que no hay nadie ni nada que pueda separarlas de Él”, —recordemos lo que dice Pablo al respecto. Lo que parece subrayar Lc entonces es que como cristianos, como miembros de la Iglesia no tenemos que estar poniendo nuestro criterio para estar alegres en los supuestos éxitos pastorales, institucionales, doctrinales y morales que alcancemos, sino en que toda nuestra vida y prácticas religiosas nos sirvan para crecer en la conciencia de que radicamos inseparablemente en Dios, de que la vida divina es lo más profundo y auténtico que hay en cada uno de nosotros. Y creciendo en esa conciencia, crece también la conciencia y estima de nuestra propia dignidad y la posibilidad de crecer como personas plenas psicológica y espiritualmente.
3.Curar enfermos, expulsar demonios, pisotear serpientes y otras expresiones parecidas solo simbolizan la misión de todo cristiano de ayudar a los demás a que puedan superar los obstáculos que impiden tener conciencia de esa vivencia en Dios. Haciendo esto construimos poco a poco el Reino de Dios, al hacernos más divinos, nos hacemos más humanos y generamos una forma de convivencia profundamente humana, y no hacemos entonces de la religión un elemento de división y conflicto, como a menudo lo es, sino una ayuda para la paz en la diversidad de culturas, de creencias, de ideologías, de costumbres.Ω
Lect.: Is 66: 10 – 14 a; Gal 6: 14 – 18; Lc 10: 1 – 12; 17 – 20
1.Nos exponemos a una gran tentación al leer este texto evangélico: pensar que lo que a Jesús le interesaba era crear una gran religión, una gran institución, poseedora de las únicas doctrinas verdaderas y las únicas reglas de vida exactas y que, para impulsar este propósito, requería contar con un sinnúmero de seguidores que tratara de hacer proselitismo a como hubiera lugar. Resulta que primero envió a los Doce, y como no tuvieron mucho éxito, ahora envía a los Setenta o Setenta y dos, para cubrir todos los pueblos de la tierra. Si caemos en la tentación de pensar así también nos creeremos que lo importante para la comunidad cristiana es el número de bautismos, de conversiones que logramos, de gente que viene a misa y a celebrar los sacramentos. Cuando la Iglesia razona de esta manera, fácilmente se resbala en ponerse como centro de la película, y en priorizar su doctrina, sus dogmas, sus estructuras, su posición importante en la sociedad, en vez de priorizar su servicio a la gente. Pero ya el domingo pasado hablábamos de cómo Jesús más bien ponía dificultades a algunos que querían seguirle por motivaciones equivocadas. No le interesaba hacer proselitismo. Le interesaba más bien, ayudar a que los seres humanos, decíamos, crezcamos, maduremos y lleguemos a ser personas plenas, psicológica y espiritualmente, libres de todos los males que nos lo impidan. En este texto de hoy, recalca todavía más esta idea. Cuando los setenta y dos discípulos volvieron muy contentos de lo que veían como el éxito de su misión, Jesús les dice: Ojo, no estén tan contentos porque hasta los demonios se les sometan, sino más bien porque sus nombres estén inscritos en el cielo.
2.¿Qué quiere decir eso de estar inscritos en el cielo? Como lo explican los estudiosos de la Biblia, “La imagen se remonta a la costumbre del Antiguo Oriente de inscribir los nombres en los registros reales”, para saber quienes eran los súbditos de tal gobernante. Pero aquí equivale a estar inscritos en Dios (“cielo” es una forma de referirse a Dios sin nombrarlo, por respeto), de un modo irrevocable. Es decir, “la palabra de Jesús puede leerse en el sentido de que nuestras personas están “guardadas” en Dios y que no hay nadie ni nada que pueda separarlas de Él”, —recordemos lo que dice Pablo al respecto. Lo que parece subrayar Lc entonces es que como cristianos, como miembros de la Iglesia no tenemos que estar poniendo nuestro criterio para estar alegres en los supuestos éxitos pastorales, institucionales, doctrinales y morales que alcancemos, sino en que toda nuestra vida y prácticas religiosas nos sirvan para crecer en la conciencia de que radicamos inseparablemente en Dios, de que la vida divina es lo más profundo y auténtico que hay en cada uno de nosotros. Y creciendo en esa conciencia, crece también la conciencia y estima de nuestra propia dignidad y la posibilidad de crecer como personas plenas psicológica y espiritualmente.
3.Curar enfermos, expulsar demonios, pisotear serpientes y otras expresiones parecidas solo simbolizan la misión de todo cristiano de ayudar a los demás a que puedan superar los obstáculos que impiden tener conciencia de esa vivencia en Dios. Haciendo esto construimos poco a poco el Reino de Dios, al hacernos más divinos, nos hacemos más humanos y generamos una forma de convivencia profundamente humana, y no hacemos entonces de la religión un elemento de división y conflicto, como a menudo lo es, sino una ayuda para la paz en la diversidad de culturas, de creencias, de ideologías, de costumbres.Ω
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