Fiesta de Todos los Santos, 1 nov. 09
Lect.: Apoc 7: 2 – 4. 9 – 14; 1 Jn 3: 1 – 3; Mt: 5: 1 – 12 a
1. Cuando se lee de nuevo este texto de las Bienaventuranzas, y se oye a teólogos y predicadores decir que esta es la Carta Magna de la predicación de Jesús, la reacción natural primaria es de admiración, de alabanza, ante un documento tan sublime. Pero la reacción segunda suele ser de una mezcla de distanciamiento y conformidad: se trata —podemos pensar— de un planteamiento tan maravilloso que es irrealizable (ser desapegados, mansos, misericordiosos…), no está al alcance de la mayoría de nosotros humanos que ya tenemos suficiente problema con intentar cumplir mandamientos y reglas más pegados al suelo. ¿Qué decir, entonces, de las bienaventuranzas? ¿Es que, acaso, Jesús no las pronunció para que realmente se convirtieran en orientación fundamental de nuestra existencia humana? Si no fuera así, sería francamente raro, porque Jesús no era un filósofo abstracto que teorizara sobre el ser humano. ¿Cómo entender y acercarnos entonces a las Bienaventuranzas para que marquen nuestra vida?
2. Lo primero que tenemos que aclarar es que no debemos leerlas pensando que ahí —como en el resto del evangelio— Jesús nos esté dando un manual de buen comportamiento. Para eso no era necesario Jesús. Por una parte, porque eso del “buen comportamiento” se entiende a veces de la manera más superficial, entendido como buenos modales, como formas de hablar, de vestir, de comer, que no resulten chocantes, —sobre todo para las clases sociales mejor posicionadas— o, al menos, que no rompan ninguna ley o reglamento. Eso no es del interés de Jesús, sin negar por eso que algunos modales sean importantes para la convivencia social. Por otra parte, entonces, ¿es que Jesús nos viene a enseñar una moral más perfecta? Tampoco sería necesario Jesús para ese propósito. Cada pueblo tiene su moral, su conjunto de tradiciones y costumbres que selecciona como mejores para su vida y supervivencia. Y en muchos pueblos han surgido a lo largo de los tiempos maestros de ética que han servido para que sus seguidores impulsen y ayuden a esas poblaciones a vivir con pautas de excelencia. No podemos reducir a Jesús pensando que es uno más de esos maestros. Por supuesto que vivir moralmente es importante para nuestra propia realización y para la convivencia, —todos nosotros batallamos diariamente para ajustar nuestra conducta familiar, laboral, sexual, etc., a normas morales. Pero no es ni dentro del marco de la moral, ni de los buenos modales que debemos colocar las bienaventuranzas. Van mucho más allá. La manera de vivir las necesidades, de llevar el sufrimiento, de ser compasivos y misericordiosos; el poseer un corazón libre de apegos, limpio para solo ver lo bueno y valioso en los demás, el preferir la paz a la violencia, y no dar importancia a los desprecios y hostigamientos que nos genere esta forma de vida, nada de esto viene en ningún manual de buenos modales y, aún más, nada de esto lo desarrolla ninguna moral por sí misma. Todas esas actitudes fundamentales de la existencia humana, si las observamos con cuidado, no resultan exitosas para posicionarse o ser aceptado socialmente, ni son útiles en lo práctico para que un pueblo alcance niveles valiosos de vida. Más bien parecen generar lo contrario y de ahí que nos parezcan tan irrealizables. Son las actitudes fundamentales que nos identifican con nuestro perfil de hijos de Dios, hechos a su imagen y semejanza, y por eso no pueden reducirse a prácticas legales o morales.
3. Para entender las bienaventuranzas, como actitudes profundas y fundamentales del ser humano, de cada uno de nosotros, necesitamos cambiar de onda. Debemos pensar que no son el resultado humano de esfuerzos morales, sino el don, el regalo que nos viene con nuestra aceptación del Reino, es decir, de la presencia de lo divino en cada uno de nosotros. Son el resultado de la transformación que opera en nosotros el Espíritu que solo pide de parte nuestra la confianza total, nuestra disposición completa a ser instrumentos de la justicia de la misericordia providente. Por supuesto que este “cambio de onda” lleva tiempo. Solo iremos entendiéndolo poco a poco, gracias a la experiencia misma progresiva de Dios en nosotros.Ω
Lect.: Apoc 7: 2 – 4. 9 – 14; 1 Jn 3: 1 – 3; Mt: 5: 1 – 12 a
1. Cuando se lee de nuevo este texto de las Bienaventuranzas, y se oye a teólogos y predicadores decir que esta es la Carta Magna de la predicación de Jesús, la reacción natural primaria es de admiración, de alabanza, ante un documento tan sublime. Pero la reacción segunda suele ser de una mezcla de distanciamiento y conformidad: se trata —podemos pensar— de un planteamiento tan maravilloso que es irrealizable (ser desapegados, mansos, misericordiosos…), no está al alcance de la mayoría de nosotros humanos que ya tenemos suficiente problema con intentar cumplir mandamientos y reglas más pegados al suelo. ¿Qué decir, entonces, de las bienaventuranzas? ¿Es que, acaso, Jesús no las pronunció para que realmente se convirtieran en orientación fundamental de nuestra existencia humana? Si no fuera así, sería francamente raro, porque Jesús no era un filósofo abstracto que teorizara sobre el ser humano. ¿Cómo entender y acercarnos entonces a las Bienaventuranzas para que marquen nuestra vida?
2. Lo primero que tenemos que aclarar es que no debemos leerlas pensando que ahí —como en el resto del evangelio— Jesús nos esté dando un manual de buen comportamiento. Para eso no era necesario Jesús. Por una parte, porque eso del “buen comportamiento” se entiende a veces de la manera más superficial, entendido como buenos modales, como formas de hablar, de vestir, de comer, que no resulten chocantes, —sobre todo para las clases sociales mejor posicionadas— o, al menos, que no rompan ninguna ley o reglamento. Eso no es del interés de Jesús, sin negar por eso que algunos modales sean importantes para la convivencia social. Por otra parte, entonces, ¿es que Jesús nos viene a enseñar una moral más perfecta? Tampoco sería necesario Jesús para ese propósito. Cada pueblo tiene su moral, su conjunto de tradiciones y costumbres que selecciona como mejores para su vida y supervivencia. Y en muchos pueblos han surgido a lo largo de los tiempos maestros de ética que han servido para que sus seguidores impulsen y ayuden a esas poblaciones a vivir con pautas de excelencia. No podemos reducir a Jesús pensando que es uno más de esos maestros. Por supuesto que vivir moralmente es importante para nuestra propia realización y para la convivencia, —todos nosotros batallamos diariamente para ajustar nuestra conducta familiar, laboral, sexual, etc., a normas morales. Pero no es ni dentro del marco de la moral, ni de los buenos modales que debemos colocar las bienaventuranzas. Van mucho más allá. La manera de vivir las necesidades, de llevar el sufrimiento, de ser compasivos y misericordiosos; el poseer un corazón libre de apegos, limpio para solo ver lo bueno y valioso en los demás, el preferir la paz a la violencia, y no dar importancia a los desprecios y hostigamientos que nos genere esta forma de vida, nada de esto viene en ningún manual de buenos modales y, aún más, nada de esto lo desarrolla ninguna moral por sí misma. Todas esas actitudes fundamentales de la existencia humana, si las observamos con cuidado, no resultan exitosas para posicionarse o ser aceptado socialmente, ni son útiles en lo práctico para que un pueblo alcance niveles valiosos de vida. Más bien parecen generar lo contrario y de ahí que nos parezcan tan irrealizables. Son las actitudes fundamentales que nos identifican con nuestro perfil de hijos de Dios, hechos a su imagen y semejanza, y por eso no pueden reducirse a prácticas legales o morales.
3. Para entender las bienaventuranzas, como actitudes profundas y fundamentales del ser humano, de cada uno de nosotros, necesitamos cambiar de onda. Debemos pensar que no son el resultado humano de esfuerzos morales, sino el don, el regalo que nos viene con nuestra aceptación del Reino, es decir, de la presencia de lo divino en cada uno de nosotros. Son el resultado de la transformación que opera en nosotros el Espíritu que solo pide de parte nuestra la confianza total, nuestra disposición completa a ser instrumentos de la justicia de la misericordia providente. Por supuesto que este “cambio de onda” lleva tiempo. Solo iremos entendiéndolo poco a poco, gracias a la experiencia misma progresiva de Dios en nosotros.Ω
Es extraordinario ver que eso fue precisamente le que le ocurrió a Etty Hillesum, lo que logró su conversión y esa visión clara de la existencia de lo divino en su vida, y en la de tantos más que transitaron por su época
ResponderBorrar