Fiesta del Corpus Christi, 14 jun. 09
Lect.: Éx 24: 3-8; Hebr 9: 11-15; Mc 14: 12- 16. 22-26
1. Llama la atención que en las tres lecturas que acabamos de escuchar, destaque la palabra “alianza”. Moisés rocía al pueblo con sangre de vacas sacrificadas diciendo “esta es la sangre de la alianza que hace el Señor”; el autor de Hebreos habla de Cristo que “se ha ofrecido como sacrificio sin mancha” y “por eso es mediador de una alianza nueva”; y Mc cuenta que en la última cena de celebración de la Pascua, Jesús toma la copa de vino, se la da a beber a los discípulos y luego les dice “esta es mi sangre, sangre de la alianza”. Pegamos aquí con tradiciones antiquísimas de la historia de la humanidad. Por un lado, la idea de que Dios estableciera un alianza con los seres humanos evoca el temor de los pueblos antiguos de sentirse separados de la protección de los dioses, fuera del mundo de lo sagrado, expuestos a los peligros del mundo profano. La alianza, en el caso de la tradición judía, es la iniciativa que toma Yavé para saltar esa brecha; al realizar un sacrificio de un animal se significa que éste se reserva por completo para Dios, se sustrae del mundo profano, se vuelve sagrado, y su sangre rociada sobre el pueblo, vuelve a introducirlo en el espacio sagrado, de Dios. La fiesta de la pascua es como un caso particular de esta tan antigua tradición religiosa. Es una celebración muy anterior al pueblo judío y, por supuesto, al cristianismo. Al empezar la primavera, los pueblos pastoriles, cuando veían reproducirse sus ganados, invocaban la protección de sus dioses sacrificando un cordero recién nacido. Más adelante, ya pueblos sedentarios dedicados también a la agricultura, recogen la tradición de esa celebración pascual para pedir la bendición sobre las cosechas en esta misma fecha de primavera. Y será, en ese marco, que el pueblo de Israel asuma la tradicional cena de pascua dándole otro sentido, el de ser símbolo de la liberación de Egipto, donde la sangre del cordero que van a comer recuerda la marca de sangre sobre el dintel de las puertas que les preservaba de las plagas y les colocaba bajo la protección de Dios que establece con ellos una alianza, un compromiso.
2. Cuando uno hace un recorrido histórico, incluso así de breve, puede preguntarse qué tiene que ver esto con nosotros, en el siglo XXI. Es imposible, puede sonar anacrónico celebrar la eucaristía pensando en aquellas culturas antiguas donde nace la idea de la alianza y la de la pascua. Pero es el autor de la carta a los hebreos hoy, —aun y con lenguaje de otra época también—, quien nos da la pista para entender cómo Jesús transforma estas viejas tradiciones y nos invita a una celebración realmente distinta de la cena pascual que nos lleva al encuentro del Dios vivo. “Hebreos” se coloca en la antigua interpretación de la idea de alianza y presenta a Jesús como aquel que elimina la brecha entre Dios y los seres humanos, viviendo una vida que se vuelve sagrada al entregarse por completo, sin restricción alguna, al servicio de Dios. Vivir esta vida de Jesús es dar culto al Dios vivo, en espíritu y en verdad como decía Jn.
3. No podemos seguir celebrando la eucaristía como si fuéramos parte de aquellos pueblos antiguos que se sentían distanciados de sus dioses y que tenían que ofrecerles sacrificios; ni siquiera como en siglos pasados como si la eucaristía fuera una obligación de culto, de veneración externa, “la misa”, que nos impone la institución católica. La cena pascual, la celebración eucarística para nosotros es el momento de apropiarnos personalmente el espíritu de Jesús en esos últimos momentos en que estaba dando su vida hasta el final; es el momento de la identificación plena con el modo de vida de Jesús, de revivir, recordar, en el sentido de hacer presente de nuevo esa “memoria suya”, con nuestra vida de entrega; es saltar la brecha entre lo profano y lo sagrado, para salir y hacer de toda nuestra vida humana un lugar de encuentro con el Dios de Jesús: un Dios compasivo, misericordioso, que cuida de los más débiles, de los necesitados y excluidos.Ω
Lect.: Éx 24: 3-8; Hebr 9: 11-15; Mc 14: 12- 16. 22-26
1. Llama la atención que en las tres lecturas que acabamos de escuchar, destaque la palabra “alianza”. Moisés rocía al pueblo con sangre de vacas sacrificadas diciendo “esta es la sangre de la alianza que hace el Señor”; el autor de Hebreos habla de Cristo que “se ha ofrecido como sacrificio sin mancha” y “por eso es mediador de una alianza nueva”; y Mc cuenta que en la última cena de celebración de la Pascua, Jesús toma la copa de vino, se la da a beber a los discípulos y luego les dice “esta es mi sangre, sangre de la alianza”. Pegamos aquí con tradiciones antiquísimas de la historia de la humanidad. Por un lado, la idea de que Dios estableciera un alianza con los seres humanos evoca el temor de los pueblos antiguos de sentirse separados de la protección de los dioses, fuera del mundo de lo sagrado, expuestos a los peligros del mundo profano. La alianza, en el caso de la tradición judía, es la iniciativa que toma Yavé para saltar esa brecha; al realizar un sacrificio de un animal se significa que éste se reserva por completo para Dios, se sustrae del mundo profano, se vuelve sagrado, y su sangre rociada sobre el pueblo, vuelve a introducirlo en el espacio sagrado, de Dios. La fiesta de la pascua es como un caso particular de esta tan antigua tradición religiosa. Es una celebración muy anterior al pueblo judío y, por supuesto, al cristianismo. Al empezar la primavera, los pueblos pastoriles, cuando veían reproducirse sus ganados, invocaban la protección de sus dioses sacrificando un cordero recién nacido. Más adelante, ya pueblos sedentarios dedicados también a la agricultura, recogen la tradición de esa celebración pascual para pedir la bendición sobre las cosechas en esta misma fecha de primavera. Y será, en ese marco, que el pueblo de Israel asuma la tradicional cena de pascua dándole otro sentido, el de ser símbolo de la liberación de Egipto, donde la sangre del cordero que van a comer recuerda la marca de sangre sobre el dintel de las puertas que les preservaba de las plagas y les colocaba bajo la protección de Dios que establece con ellos una alianza, un compromiso.
2. Cuando uno hace un recorrido histórico, incluso así de breve, puede preguntarse qué tiene que ver esto con nosotros, en el siglo XXI. Es imposible, puede sonar anacrónico celebrar la eucaristía pensando en aquellas culturas antiguas donde nace la idea de la alianza y la de la pascua. Pero es el autor de la carta a los hebreos hoy, —aun y con lenguaje de otra época también—, quien nos da la pista para entender cómo Jesús transforma estas viejas tradiciones y nos invita a una celebración realmente distinta de la cena pascual que nos lleva al encuentro del Dios vivo. “Hebreos” se coloca en la antigua interpretación de la idea de alianza y presenta a Jesús como aquel que elimina la brecha entre Dios y los seres humanos, viviendo una vida que se vuelve sagrada al entregarse por completo, sin restricción alguna, al servicio de Dios. Vivir esta vida de Jesús es dar culto al Dios vivo, en espíritu y en verdad como decía Jn.
3. No podemos seguir celebrando la eucaristía como si fuéramos parte de aquellos pueblos antiguos que se sentían distanciados de sus dioses y que tenían que ofrecerles sacrificios; ni siquiera como en siglos pasados como si la eucaristía fuera una obligación de culto, de veneración externa, “la misa”, que nos impone la institución católica. La cena pascual, la celebración eucarística para nosotros es el momento de apropiarnos personalmente el espíritu de Jesús en esos últimos momentos en que estaba dando su vida hasta el final; es el momento de la identificación plena con el modo de vida de Jesús, de revivir, recordar, en el sentido de hacer presente de nuevo esa “memoria suya”, con nuestra vida de entrega; es saltar la brecha entre lo profano y lo sagrado, para salir y hacer de toda nuestra vida humana un lugar de encuentro con el Dios de Jesús: un Dios compasivo, misericordioso, que cuida de los más débiles, de los necesitados y excluidos.Ω
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