13er domingo t.o., 28 jun. 09
Lect. Sap 1: 13 – 15. 2: 23 – 25; 2 Cor 8: 7 – 9. 13 – 15; Mc 5: 21 – 43
1. Ante el misterio de la divinidad los seres humanos nos hemos sentido desconcertados y hemos pasado por etapas muy diversas en el intento por comprenderlo. Hubo épocas primitivas en que se le veía como un espíritu terrible, que amenazaba con su furia al ser humano, con el que había que mantenerse en buenos términos cumpliendo sus mandatos y rindiéndole sacrificios. Por entonces también Israel lo veía como un dios ligado solamente a su pueblo, capaz de destruir a todos sus enemigos, de arrasar con ejércitos y pueblos extranjeros. Claro que en medio de esas representaciones tan imperfectas de vez en cuando surgían voces de personas más espirituales que intuían que no podía encerrarse a Dios en esas concepciones tan limitadas y contradictorias que lo asimilaban al ser humano preso de todas sus pasiones de ira, envidia, rivalidad. Una de esas voces disonantes es la del libro de Sabiduría que leímos hoy que proclama: “Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes.” Incluso en otro texto más antiguo (Ex 15: 26), Dios se presentaba diciendo “Yo soy Yavé, el que te sana”. Son ya pequeños anticipos de la revelación que hará Jesús, de un Dios que “es Dios de vivos y no de muertos”, que aparece ligado a su misión de “traer vida y vida en abundancia”.
2. Esta nueva etapa en la manera como la humanidad trata de representarse a Dios, Jesús la expresa con sus palabras pero sobre todo, continuamente, con sus hechos. En todas sus acciones resplandece la prioridad de la vida como preocupación e interés suyo, que son la prioridad de su Padre. Y de una manera particular por su acercamiento a todos los que sufren, de la pobreza, de la enfermedad, de la muerte. Los dos relatos entrecruzados que nos narra hoy Mc, el de la mujer que padecía incontenibles flujos de sangre y el de la hija moribunda del jefe de la sinagoga, son un ejemplo doble de ese apasionado anhelo de Jesús de que todos tuvieran vida y vida en abundancia. Dar la salud a los enfermos y moribundos era especialmente un signo poderoso de lo que quería decir que el reino de Dios ya había llegado a ellos. Aquellos enfermos, en aquella sociedad, no solo sufrían su mal físico, sino la marginación social y religiosa y la imposibilidad económica de pagar por los médicos profesionales que solo servían en las grandes ciudades y no en las insignificantes aldeas de Galilea, o incluso de acceder a los curadores populares de la región. Pensemos en esa pobre mujer, con serios problemas ginecológicos que la excluían del disfrute de su intimidad y del amor conyugal, y la apartaban como impura de las prácticas religiosas. Jesús le devuelve la salud orgánica y la integración en la vida familiar y social.
3. Jesús no hace gestos mágicos, ni pronuncia palabras esotéricas comos los curanderos y magos de la época. No recurre tampoco a las prácticas de los médicos profesionales. Lo suyo es distinto. Como dice un autor reciente “lo decisivo es el encuentro con Jesús. La terapia que él pone en marcha es su propia persona: su amor apasionado por la vida, su acogida entrañable a cada enfermo o enferma, su fuerza para regenerar a la persona desde sus raíces, su capacidad de contagiar su fe en la bondad de Dios. Su poder para despertar energías desconocidas en el ser humano creaba las condiciones que hacían posible la recuperación de la salud” (Pagola). Esto queda claro en el relato de Mc al decir que cuando la mujer lo tocó “salió una fuerza de él”, y que es la fe que se despierta en la mujer la que le ha curado. O, como se lo dice al padre de la niña, “No temas, basta que tengas fe”.
4. A lo largo de los siglos, como humanos que somos, los miembros de la Iglesia hemos vuelto a cometer errores, como en los tiempos primitivos, presentando un Dios de destrucción y no de vida, que lleva a los herejes a la hoguera, que promueve guerras de religión, o que amarga la existencia de las personas amarrándolas a complejas legalismos, o aterrorizándolas con castigos eternos. Las curaciones que Jesús realiza son un recordatorio de la prioridad que debe tener para cada uno de nosotros sus discípulos, el servicio a la vida. Son un indicador de la dirección que debe seguir la acción de la Iglesia. Ojalá está eucaristía nos permita asimilar mejor lo que quiere decir esta cercanía del reino del Dios.Ω
Lect. Sap 1: 13 – 15. 2: 23 – 25; 2 Cor 8: 7 – 9. 13 – 15; Mc 5: 21 – 43
1. Ante el misterio de la divinidad los seres humanos nos hemos sentido desconcertados y hemos pasado por etapas muy diversas en el intento por comprenderlo. Hubo épocas primitivas en que se le veía como un espíritu terrible, que amenazaba con su furia al ser humano, con el que había que mantenerse en buenos términos cumpliendo sus mandatos y rindiéndole sacrificios. Por entonces también Israel lo veía como un dios ligado solamente a su pueblo, capaz de destruir a todos sus enemigos, de arrasar con ejércitos y pueblos extranjeros. Claro que en medio de esas representaciones tan imperfectas de vez en cuando surgían voces de personas más espirituales que intuían que no podía encerrarse a Dios en esas concepciones tan limitadas y contradictorias que lo asimilaban al ser humano preso de todas sus pasiones de ira, envidia, rivalidad. Una de esas voces disonantes es la del libro de Sabiduría que leímos hoy que proclama: “Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes.” Incluso en otro texto más antiguo (Ex 15: 26), Dios se presentaba diciendo “Yo soy Yavé, el que te sana”. Son ya pequeños anticipos de la revelación que hará Jesús, de un Dios que “es Dios de vivos y no de muertos”, que aparece ligado a su misión de “traer vida y vida en abundancia”.
2. Esta nueva etapa en la manera como la humanidad trata de representarse a Dios, Jesús la expresa con sus palabras pero sobre todo, continuamente, con sus hechos. En todas sus acciones resplandece la prioridad de la vida como preocupación e interés suyo, que son la prioridad de su Padre. Y de una manera particular por su acercamiento a todos los que sufren, de la pobreza, de la enfermedad, de la muerte. Los dos relatos entrecruzados que nos narra hoy Mc, el de la mujer que padecía incontenibles flujos de sangre y el de la hija moribunda del jefe de la sinagoga, son un ejemplo doble de ese apasionado anhelo de Jesús de que todos tuvieran vida y vida en abundancia. Dar la salud a los enfermos y moribundos era especialmente un signo poderoso de lo que quería decir que el reino de Dios ya había llegado a ellos. Aquellos enfermos, en aquella sociedad, no solo sufrían su mal físico, sino la marginación social y religiosa y la imposibilidad económica de pagar por los médicos profesionales que solo servían en las grandes ciudades y no en las insignificantes aldeas de Galilea, o incluso de acceder a los curadores populares de la región. Pensemos en esa pobre mujer, con serios problemas ginecológicos que la excluían del disfrute de su intimidad y del amor conyugal, y la apartaban como impura de las prácticas religiosas. Jesús le devuelve la salud orgánica y la integración en la vida familiar y social.
3. Jesús no hace gestos mágicos, ni pronuncia palabras esotéricas comos los curanderos y magos de la época. No recurre tampoco a las prácticas de los médicos profesionales. Lo suyo es distinto. Como dice un autor reciente “lo decisivo es el encuentro con Jesús. La terapia que él pone en marcha es su propia persona: su amor apasionado por la vida, su acogida entrañable a cada enfermo o enferma, su fuerza para regenerar a la persona desde sus raíces, su capacidad de contagiar su fe en la bondad de Dios. Su poder para despertar energías desconocidas en el ser humano creaba las condiciones que hacían posible la recuperación de la salud” (Pagola). Esto queda claro en el relato de Mc al decir que cuando la mujer lo tocó “salió una fuerza de él”, y que es la fe que se despierta en la mujer la que le ha curado. O, como se lo dice al padre de la niña, “No temas, basta que tengas fe”.
4. A lo largo de los siglos, como humanos que somos, los miembros de la Iglesia hemos vuelto a cometer errores, como en los tiempos primitivos, presentando un Dios de destrucción y no de vida, que lleva a los herejes a la hoguera, que promueve guerras de religión, o que amarga la existencia de las personas amarrándolas a complejas legalismos, o aterrorizándolas con castigos eternos. Las curaciones que Jesús realiza son un recordatorio de la prioridad que debe tener para cada uno de nosotros sus discípulos, el servicio a la vida. Son un indicador de la dirección que debe seguir la acción de la Iglesia. Ojalá está eucaristía nos permita asimilar mejor lo que quiere decir esta cercanía del reino del Dios.Ω
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