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Fiesta de Pentecostés

Fiesta de Pentecostés, 31 may. 09
Lect.: Hech 2: 1 – 11; 1 Cor 12: 3b – 7. 12 – 13; Jn 20: 19 – 23


1. Lo decíamos el domingo pasado. La experiencia que vivieron los primeros discípulos tras la muerte de Jesús debió de ser algo tan extraordinario y de tanta riqueza que tuvieron que recurrir a diversos grandes símbolos o imágenes para expresarla. Un solo símbolo era insuficiente. Utilizaron entonces, al menos tres grandes palabras: resurrección, ascensión y envío del Espíritu Santo. Las tres son expresiones un poco diversas de una única realidad, que enfatizan uno u otro aspecto de ésta. La idea de la resurrección expresa la convicción de que la vida de Jesús fue de tal manera aprobada por el Padre que éste hizo que venciera a toda limitación humana, incluso y especialmente a la muerte. La palabra “ascensión”, por su parte, al hablar de exaltación de Jesús, enfatiza el poder, el dominio que le ha dado el Padre. Creer en la ascensión es confesar que su forma de vida en este mundo es más fuerte y valiosa que las que conducen a la muerte. Y al hablar de la “venida del Espíritu Santo” están diciendo que esa misma vida del resucitado la experimentan derramada en sus corazones.
2. Para tratar de compartir un poco más lo que aquellos discípulos estaban experimentando conviene recordar cómo su mentalidad estaba marcada por las esperanzas del A.T. Dos grandes profecías —leídas anoche en la vigilia de esta fiesta— dibujan esa gran esperanza y aspiración. Ez 37: 1 – 14 y Joel 2: 28 – 32. En la 1ª el Señor lleva al profeta ante un campo inmenso de huesos secos y le pide que conjure al Espíritu de Dios. En una escena impresionante, terrorífica casi en términos televisivos, cuando el profeta lo hace el Espíritu vuelve a armar y hace revivir aquellos huesos, se convierten de nuevo en seres vivientes y se ponen en pie. Y el Señor reafirma su promesa: voy a infundir en Uds. mi espíritu y vivirán. En la 2ª profecía Joel usa otras imágenes, las del mismo don universal de profecía y la posibilidad de que todos hagan prodigios. Pero para anunciar lo mismo: que el Espíritu de Dios será derramado sobre todos sin excepción, hijos e hijas, ancianos y jóvenes. Es, sin duda, en estos dos textos esperanzadores que están pensando los primeros discípulos, Pedro en su discurso de Pentecostés y Juan cuando dice que Jesús sopla el Espíritu en sus discípulos. Estos textos nos ayudan a entender que los discípulos ven que en la Pascua de Jesús se cumple el anuncio de Ezequiel y Joel. No es solo un acontecimiento de Jesús sino que es algo maravilloso que se produce en ellos como una nueva creación, como un salir del sepulcro, como una transformación de un montón de huesos secos en nuevos seres vivientes que pueden ponerse en pie. Es el comienzo del reino de Dios. El propio Jn 7: 37 había puesto en boca de Jesús el anuncio de este extraordinario acontecimiento: el que crea en mí, de su seno correrán ríos de agua viva, refiriéndose al Espíritu que recibirían quienes creyeran en él.
3. Podríamos escuchar estos textos con escepticismo, porque mirando a nuestro alrededor nos parece que nada ha cambiado, que el mundo sigue igual desde aquellos tiempos. ¿es entonces pura imaginación de los discípulos? ¿realmente se ha derramado el Espíritu de Dios en nuestros corazones?¿Dónde sucede esto? ¿Donde está ese reino de Dios inaugurado por Jesús? Creo que lo que los primeros discípulos nos quieren decir es que ese reino, esa nueva creación, esa vida que vence la muerte estaba en primer lugar en Jesús. En su vida entera: no tanto en lo que dijo o enseñó, ni siquiera tanto lo que hizo, sino como lo hizo revelan lo que es un ser humano que vive plenamente la vida divina que le alienta, que habita en él. En él se cumple y se manifiesta lo que también cada uno de nosotros somos. También cada uno de nosotros tenemos en nosotros el Espíritu de Dios, nuestra vida es la misma vida de Dios. La celebración de esta fiesta de Pentecostés, de toda la Pascua es una fuerte llamada de atención para volver a descubrir lo que somos y lo que estamos llamados a desarrollar en plenitud. A los primeros discípulos les costó tiempo entender que ese reino era el Jesús a cuyo lado vivían. Intuían que ahí había una forma diferente de vivir lo humano. Pero solo después del Calvario fueron comprendiendo mejor que ahí estaba presente la vida de Dios. Y les costó un poco más entender que esa vida de Jesús era la misma que había sido dada a cada uno de ellos. No es extraño que también nos lleve tiempo a nosotros entender este extraordinario misterio de nuestra vida. Apenas cabe disponernos, siendo pacientes con nosotros mismos, para que el mismo Espíritu nos lo revele.Ω

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