4º domingo de Pascua,
Lect: Hech 4: 8 - 12; 1 Jn 3: 1 - 2; Jn 10: 11 - 18
(aunque este domingo no me correspondió predicar,
incluyo una reflexión previa sobre los textos correspondientes).
1. Es lo más normal del mundo que la muerte —la de los demás y la propia— nos provoque miedo. De allí que nos causen horror la guerra, las masacres, la violencia asesina, la muerte de los seres queridos. Aunque es curioso: la muerte que inspira miedo, ejerce también una extraña fascinación, a veces morbosa, que se muestra también en el gusto por el género de cine terror, por los programas de TV transmitiendo bombardeos y ataques de guerra, y hasta en la afición por las páginas de sucesos en la prensa sensacionalista. Quizás este miedo y esta fascinación son dos formas de expresión de una misma actitud de incertidumbre ante el final de nuestra existencia: si tiene un más allá o un después. Sea como sea, ese temor a la muerte a menudo nos paraliza, nos impide realizar cosas que deseamos, que creemos valiosas pero que implican riesgos de perder la vida o de disminuir su disfrute. Por ej., trabajar por proyectos comunales, dedicar parte del tiempo a ayudar a otros, renunciar a ganancias mayores por consideración a intereses de los demás. De allí que, en el fondo, construir el proyecto de la propia existencia de forma egocéntrica, pensando sólo en acumular, —plata, propiedades, posiciones…—, puede ser sólo manifestación del temor a la muerte.
2. Por todo esto es normal que, entre la herencia que Jesús resucitado deja a todos los seres humanos, está también el camino para superar el miedo a la muerte. Hay, sobre todo, dos ideas en este texto del evangelio de hoy, que nos muestran cómo Jesús incorporó la muerte a la vida.
2.1. La primera, es la insistencia en que Jesús viene sólo a dar vida. Esa es su prioridad. Bajo la figura del pastor que se arriesga por las ovejas del rebaño, está la convicción de que a lo que Dios le importa es la vida de los seres humanos, no su sufrimiento, no su aniquilación (vs ideas distorsionadas que presentan un dios insatisfecho que destruye su obra). En el verso anterior al texto de hoy Jn pone en boca de Jesús la frase que define su misión: “he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”.
2.2. Una segunda idea, sin embargo, profundiza en el sentido de nuestra existencia humana. Dios prioriza la vida, pero esta es fruto del amor y el amor es don de sí a los demás. Jesús no llega a la cruz por una afición morbosa al sacrificio, ni porque el Padre, como los dioses paganos, necesiten sangre de víctimas para satisfacer su justicia. Ni por el interés de obtener luego, a cambio, la recompensa de una vida mejor. “Nadie me quita la vida, —dice—, la entrego por decisión propia”. La muerte en la cruz es el último gesto de una vida de entrega libre, realizada como el hijo que se ha identificado plenamente con el Padre que es amor, autodonación creadora.
3. Por supuesto que suena paradójico. •Por una parte, Jesús afirma que quiere que vivamos plenamente; •por otra, nos dice que esto lo logramos cuando llegamos a experimentar a Dios, como lo más profundo de nuestro ser, cuando llegamos a conocerlo vivencialmente, no por “estar matriculados” formalmente en una iglesia. •Pero cuando alcanzamos ese nivel nos sumergimos en esa realidad de autodonación, de amor-que-se-da, que es Dios y esto nos conduce a asumir como Jesús una vida que es exitosa en la medida en que da la vida; es decir, que dando vida se adquiere la plenitud del propio ser.
4. Es un planteamiento que se nos ofrece para aceptarlo libremente. De hecho, lo ofrece a todos los seres humanos. Cuando se refiere a “ovejas que no son de este redil”, está diciendo con claridad que él no pretende atraer a todos a la religión del Templo judío, ni que está pretendiendo construir otro templo competitivo del judío. A lo que está invitando es a que todos los hombres y mujeres, hagan este camino de profundización espiritual para poder vivir de manera plenamente humana y así constituir un solo rebaño, una sola comunidad humana de hermanos, de hijos.Ω
Lect: Hech 4: 8 - 12; 1 Jn 3: 1 - 2; Jn 10: 11 - 18
(aunque este domingo no me correspondió predicar,
incluyo una reflexión previa sobre los textos correspondientes).
1. Es lo más normal del mundo que la muerte —la de los demás y la propia— nos provoque miedo. De allí que nos causen horror la guerra, las masacres, la violencia asesina, la muerte de los seres queridos. Aunque es curioso: la muerte que inspira miedo, ejerce también una extraña fascinación, a veces morbosa, que se muestra también en el gusto por el género de cine terror, por los programas de TV transmitiendo bombardeos y ataques de guerra, y hasta en la afición por las páginas de sucesos en la prensa sensacionalista. Quizás este miedo y esta fascinación son dos formas de expresión de una misma actitud de incertidumbre ante el final de nuestra existencia: si tiene un más allá o un después. Sea como sea, ese temor a la muerte a menudo nos paraliza, nos impide realizar cosas que deseamos, que creemos valiosas pero que implican riesgos de perder la vida o de disminuir su disfrute. Por ej., trabajar por proyectos comunales, dedicar parte del tiempo a ayudar a otros, renunciar a ganancias mayores por consideración a intereses de los demás. De allí que, en el fondo, construir el proyecto de la propia existencia de forma egocéntrica, pensando sólo en acumular, —plata, propiedades, posiciones…—, puede ser sólo manifestación del temor a la muerte.
2. Por todo esto es normal que, entre la herencia que Jesús resucitado deja a todos los seres humanos, está también el camino para superar el miedo a la muerte. Hay, sobre todo, dos ideas en este texto del evangelio de hoy, que nos muestran cómo Jesús incorporó la muerte a la vida.
2.1. La primera, es la insistencia en que Jesús viene sólo a dar vida. Esa es su prioridad. Bajo la figura del pastor que se arriesga por las ovejas del rebaño, está la convicción de que a lo que Dios le importa es la vida de los seres humanos, no su sufrimiento, no su aniquilación (vs ideas distorsionadas que presentan un dios insatisfecho que destruye su obra). En el verso anterior al texto de hoy Jn pone en boca de Jesús la frase que define su misión: “he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”.
2.2. Una segunda idea, sin embargo, profundiza en el sentido de nuestra existencia humana. Dios prioriza la vida, pero esta es fruto del amor y el amor es don de sí a los demás. Jesús no llega a la cruz por una afición morbosa al sacrificio, ni porque el Padre, como los dioses paganos, necesiten sangre de víctimas para satisfacer su justicia. Ni por el interés de obtener luego, a cambio, la recompensa de una vida mejor. “Nadie me quita la vida, —dice—, la entrego por decisión propia”. La muerte en la cruz es el último gesto de una vida de entrega libre, realizada como el hijo que se ha identificado plenamente con el Padre que es amor, autodonación creadora.
3. Por supuesto que suena paradójico. •Por una parte, Jesús afirma que quiere que vivamos plenamente; •por otra, nos dice que esto lo logramos cuando llegamos a experimentar a Dios, como lo más profundo de nuestro ser, cuando llegamos a conocerlo vivencialmente, no por “estar matriculados” formalmente en una iglesia. •Pero cuando alcanzamos ese nivel nos sumergimos en esa realidad de autodonación, de amor-que-se-da, que es Dios y esto nos conduce a asumir como Jesús una vida que es exitosa en la medida en que da la vida; es decir, que dando vida se adquiere la plenitud del propio ser.
4. Es un planteamiento que se nos ofrece para aceptarlo libremente. De hecho, lo ofrece a todos los seres humanos. Cuando se refiere a “ovejas que no son de este redil”, está diciendo con claridad que él no pretende atraer a todos a la religión del Templo judío, ni que está pretendiendo construir otro templo competitivo del judío. A lo que está invitando es a que todos los hombres y mujeres, hagan este camino de profundización espiritual para poder vivir de manera plenamente humana y así constituir un solo rebaño, una sola comunidad humana de hermanos, de hijos.Ω
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