26º domingo t.o., 28 sep. 08
Lect.: Ez 18: 25 – 28; Flp 2: 1 – 11; Mt 21: 28 – 32
1. La aparente paradoja del texto evangélico de hoy en realidad refleja una frecuente actitud humana que se produce también en el camino espiritual. Nuestra vida diaria está llena de promesas. Nos prometemos a nosotros mismos cumplir con determinado ritmo de trabajo, abstenernos de ciertos comportamientos inadecuados, realizar acciones de gran utilidad para nuestra familia o para otros. Prometemos a los demás cosas parecidas. No digamos ya si tenemos un cargo político, empresarial, religioso o simplemente nuestro rol familiar. Prometemos ir, hacer, decir, cumplir… Y demasiadas veces todo se queda en el nivel de las promesas. ¿Por qué nos sucede esto? No basta decir que porque somos humanos y débiles. Esa afirmación tan general explicaría más la actitud actitud inicial del primero de los hijos del relato de hoy: no quiero ir a trabajar en la viña, me da pereza, exige mucho esfuerzo, mi padre no me paga… O el comportamiento de las prostitutas y publicanos a los que alude Mt al final del texto. Pero no explica la conducta de quien rápida, sincera y decididamente le dice a su padre: Sí iré a la viña y luego no va. ¿Cuál es aquí el fallo?
2. Un filósofo danés observa que los seres humanos enfrentamos un engaño sutil. El dejarnos confundir por nuestra expresión de buenas intenciones. Estas nos hacen siempre creer que ya casi empezamos a cumplir lo que prometemos. Nos hace sentirnos como que al prometer ya hicimos lo principal. Mt estaría atrayendo nuestra atención al peligro de decir “si” demasiado rápidamente. Es algo de lo que el mensaje de los evangelios siempre está pidiéndonos ser conscientes. Recordemos en la parábola del sembrador la semilla que brota rápidamente pero que no aguanta los calores porque tenía escaso fondo de suelo. Podríamos decir en lenguaje más popular que los humanos padecemos el engaño de dejarnos apantallar por la imagen tan positiva que tenemos de nosotros mismos, por lo bonito que hablamos, por lo fuerte que sentimos nuestro convencimiento y nuestra voluntad de hacer las cosas. Y por lo grandes que nos autopercibimos, y muchos otros nos perciben, cuando hacemos grandes promesas. No es que seamos mal intencionados y mentirosos al prometer, —al contrario, somos bien intencionados, pero las buenas intenciones nos emborrachan y nos engañan y nos transforman en mentirosos en la práctica posterior. Las promesas precipitadas no toman en cuenta quiénes somos en realidad, cuáles nuestras debilidades y fortalezas, cuáles son las posibilidades reales de realizar un buen deseo. Demasiado fácilmente construimos sobre arena y no sobre roca, sembramos sobre un suelo poco profundo. En cambio, las prostitutas y publicanos, el hijo que dijo inicialmente “no” a su padre, no se engañan sobre sus propias limitaciones y debilidades. Conocen mejor sus propias imperfecciones y están más cerca de la posibilidad de arrepentirse y, sobre todo, de abrirse a la gratuidad de Dios que les capacita para entrar en el Reino.
3. Lo que es, entonces, una constatación sobre la psicología humana, —el peligro de dejarse engañar por las propias promesas— conecta aquí con una realidad espiritual. El iniciarse y avanzar en el camino del Reino, de la vida en el Espíritu, no puede partir de la autosuficiencia, de creerse uno capaz de realizar méritos para ganar el cielo. Esa es una falsa imagen de lo que somos y de lo que es la vida espiritual. Es interesante observar lo que Pablo dice, incluso, del mismo Jesús: que no hizo alarde de su condición divina, no se apegó a ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo y tomó la condición de siervo. Y ese despojarse de los propios intereses es lo que le lleva a ser útil a los intereses de los demás. Ciertamente, no es fácil vivir en equilibrio entre la valoración de uno mismo como imagen y semejanza de Dios, con dignidad única, y la conciencia de que alcanzar la realización de eso que somos no depende de nuestras propias y limitadas fuerzas, sino más bien del despojo del falso yo que nos hemos construido. Ω
Lect.: Ez 18: 25 – 28; Flp 2: 1 – 11; Mt 21: 28 – 32
1. La aparente paradoja del texto evangélico de hoy en realidad refleja una frecuente actitud humana que se produce también en el camino espiritual. Nuestra vida diaria está llena de promesas. Nos prometemos a nosotros mismos cumplir con determinado ritmo de trabajo, abstenernos de ciertos comportamientos inadecuados, realizar acciones de gran utilidad para nuestra familia o para otros. Prometemos a los demás cosas parecidas. No digamos ya si tenemos un cargo político, empresarial, religioso o simplemente nuestro rol familiar. Prometemos ir, hacer, decir, cumplir… Y demasiadas veces todo se queda en el nivel de las promesas. ¿Por qué nos sucede esto? No basta decir que porque somos humanos y débiles. Esa afirmación tan general explicaría más la actitud actitud inicial del primero de los hijos del relato de hoy: no quiero ir a trabajar en la viña, me da pereza, exige mucho esfuerzo, mi padre no me paga… O el comportamiento de las prostitutas y publicanos a los que alude Mt al final del texto. Pero no explica la conducta de quien rápida, sincera y decididamente le dice a su padre: Sí iré a la viña y luego no va. ¿Cuál es aquí el fallo?
2. Un filósofo danés observa que los seres humanos enfrentamos un engaño sutil. El dejarnos confundir por nuestra expresión de buenas intenciones. Estas nos hacen siempre creer que ya casi empezamos a cumplir lo que prometemos. Nos hace sentirnos como que al prometer ya hicimos lo principal. Mt estaría atrayendo nuestra atención al peligro de decir “si” demasiado rápidamente. Es algo de lo que el mensaje de los evangelios siempre está pidiéndonos ser conscientes. Recordemos en la parábola del sembrador la semilla que brota rápidamente pero que no aguanta los calores porque tenía escaso fondo de suelo. Podríamos decir en lenguaje más popular que los humanos padecemos el engaño de dejarnos apantallar por la imagen tan positiva que tenemos de nosotros mismos, por lo bonito que hablamos, por lo fuerte que sentimos nuestro convencimiento y nuestra voluntad de hacer las cosas. Y por lo grandes que nos autopercibimos, y muchos otros nos perciben, cuando hacemos grandes promesas. No es que seamos mal intencionados y mentirosos al prometer, —al contrario, somos bien intencionados, pero las buenas intenciones nos emborrachan y nos engañan y nos transforman en mentirosos en la práctica posterior. Las promesas precipitadas no toman en cuenta quiénes somos en realidad, cuáles nuestras debilidades y fortalezas, cuáles son las posibilidades reales de realizar un buen deseo. Demasiado fácilmente construimos sobre arena y no sobre roca, sembramos sobre un suelo poco profundo. En cambio, las prostitutas y publicanos, el hijo que dijo inicialmente “no” a su padre, no se engañan sobre sus propias limitaciones y debilidades. Conocen mejor sus propias imperfecciones y están más cerca de la posibilidad de arrepentirse y, sobre todo, de abrirse a la gratuidad de Dios que les capacita para entrar en el Reino.
3. Lo que es, entonces, una constatación sobre la psicología humana, —el peligro de dejarse engañar por las propias promesas— conecta aquí con una realidad espiritual. El iniciarse y avanzar en el camino del Reino, de la vida en el Espíritu, no puede partir de la autosuficiencia, de creerse uno capaz de realizar méritos para ganar el cielo. Esa es una falsa imagen de lo que somos y de lo que es la vida espiritual. Es interesante observar lo que Pablo dice, incluso, del mismo Jesús: que no hizo alarde de su condición divina, no se apegó a ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo y tomó la condición de siervo. Y ese despojarse de los propios intereses es lo que le lleva a ser útil a los intereses de los demás. Ciertamente, no es fácil vivir en equilibrio entre la valoración de uno mismo como imagen y semejanza de Dios, con dignidad única, y la conciencia de que alcanzar la realización de eso que somos no depende de nuestras propias y limitadas fuerzas, sino más bien del despojo del falso yo que nos hemos construido. Ω
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