25º domingo t.o., 21 sep. 08
Lect.: Is 55: 6 – 9; Flp 1: 20 c – 24. 27 a; Mt 20: 1 – 16
Lect.: Is 55: 6 – 9; Flp 1: 20 c – 24. 27 a; Mt 20: 1 – 16
1. La mayoría de nosotros crecimos con una idea bastante simplificada de lo que consiste el ser cristianos. Se trataba —pensábamos— en cumplir con una moral representada en los 10 mandamientos, en aceptar una serie de dogmas sobre Dios, —la Trinidad, la divinidad de Cristo,…— en aceptar que ese Dios nos protege y nos ayuda con la Iglesia, sus ministros, sacramentos y la mediación de la Virgen y los santos a cumplir con esa moral y a superar los peligros de este mundo y así, con todo esto, a tener la esperanza en una recompensa en el más allá. Creo que así también nos ven otros desde fuera del cristianismo. Es un cuadro bastante simple que, al menos en lo moral, no se diferencia mucho de las demás religiones e incluso de la práctica ética de “los paganos”, como dice el mismo evangelio. Apenas consistiría en agregar a ese comportamiento moral unas cuantas creencias propias. Pero si ser cristiano se puede definir así de simple, —no digo fácil—, uno tiene que preguntarse por qué, entonces, el evangelio usa expresiones de gran radicalidad para expresar aquello en lo que consiste el seguimiento de Jesús. Dos expresiones, sobre todo: nacer de nuevo y morir en la cruz. E incluso el AT, por ej. en la lectura de Isaías de hoy afirma que para el encuentro con Dios nuestros caminos no son los suyos, nuestros planes no son los suyos. Es decir, parece que se nos está diciendo que ser cristianos, es algo que no consiste en más de lo mismo, sino en emprender un camino de descubrimiento radical de lo que es cada uno como ser humano. San Pablo hablará de ser hombres y mujeres nuevos, hombres y mujeres de Espíritu, una nueva creación. Para descubrir esto parece que tenemos que cambiar de onda, de “frecuencia de radio”. Tenemos que descubrir una forma de vida nueva que los evangelistas llaman “reino de Dios” y que supera de tal manera nuestra manera habitual de entender las cosas que Jesús solo usa comparaciones para hablar de este reino, elevar nuestra imaginación e invitarnos a experimentar en qué consiste.
2. Por ej., la parábola de hoy, al comparar el Reino con el propietario de una plantación que sale a contratar trabajadores para trabajar en su campo, desarma y quiebra tanto nuestros principios morales habituales como nuestra manera de entender a Dios. Si nosotros hubiéramos escrito la parábola, al final, a la hora de pagar hubiéramos sacado la calculadora, hubiéramos dividido el denario entre el número de horas de la jornada, y le habríamos pagado a cada trabajador multiplicando por la cantidad de horas trabajadas. Eso, indiscutiblemente, es justicia, es cumplir con lo que la ética considera correcto. Nadie podría reclamar. Luego, si se trataba de comparar la narración con Dios, nosotros como autores, hubiéramos dicho: así es Dios, que pagará a cada uno al final según su merecido. Ud. solo hizo cosas buenas, derechito al cielo. Ud. medianamente malillo, un par de siglos de purgatorio, Ud. un indeseable, a quemarse en el infierno. Pero resulta que nosotros no pronunciamos la parábola. Y Jesús, que la hizo, nos saca por completo de nuestros sistemas de medida moral, de nuestros conceptos de mérito y derechos, y nos empuja a ponernos en otra manera de ver las cosas: nos coloca en la perspectiva de la gracia, de la gratuidad amorosa de Dios. Para alcanzar esa perspectiva, hay que nacer de nuevo, hay que clavar en la cruz a nuestro yo miope y egoista que siempre intenta ponerse como centro de referencia.
3. No es fácil cambiar de visión. Ni siquiera es fácil darnos cuenta de que tenemos que cambiar de visión y superar esa lectura rutinaria de catecismo que siempre hemos creído como correcta. Pero, al escuchar la palabra de Dios, en un acto de confianza con Él creo que tenemos simplemente que pedirle en esta Eucaristía que nos ayude a descubrir sus caminos que no son exactamente los nuestros.Ω
2. Por ej., la parábola de hoy, al comparar el Reino con el propietario de una plantación que sale a contratar trabajadores para trabajar en su campo, desarma y quiebra tanto nuestros principios morales habituales como nuestra manera de entender a Dios. Si nosotros hubiéramos escrito la parábola, al final, a la hora de pagar hubiéramos sacado la calculadora, hubiéramos dividido el denario entre el número de horas de la jornada, y le habríamos pagado a cada trabajador multiplicando por la cantidad de horas trabajadas. Eso, indiscutiblemente, es justicia, es cumplir con lo que la ética considera correcto. Nadie podría reclamar. Luego, si se trataba de comparar la narración con Dios, nosotros como autores, hubiéramos dicho: así es Dios, que pagará a cada uno al final según su merecido. Ud. solo hizo cosas buenas, derechito al cielo. Ud. medianamente malillo, un par de siglos de purgatorio, Ud. un indeseable, a quemarse en el infierno. Pero resulta que nosotros no pronunciamos la parábola. Y Jesús, que la hizo, nos saca por completo de nuestros sistemas de medida moral, de nuestros conceptos de mérito y derechos, y nos empuja a ponernos en otra manera de ver las cosas: nos coloca en la perspectiva de la gracia, de la gratuidad amorosa de Dios. Para alcanzar esa perspectiva, hay que nacer de nuevo, hay que clavar en la cruz a nuestro yo miope y egoista que siempre intenta ponerse como centro de referencia.
3. No es fácil cambiar de visión. Ni siquiera es fácil darnos cuenta de que tenemos que cambiar de visión y superar esa lectura rutinaria de catecismo que siempre hemos creído como correcta. Pero, al escuchar la palabra de Dios, en un acto de confianza con Él creo que tenemos simplemente que pedirle en esta Eucaristía que nos ayude a descubrir sus caminos que no son exactamente los nuestros.Ω
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