19º domingo, t.o., 10 ago. 08
Lect.: 1 Reg 19: 9 a. 11 – 13 a; Rom 9: 1 – 5; Mt14: 22 – 33
1. A menudo leemos tan precipitadamente la SE que más que poner atención a lo que dice, le hacemos decir lo que ya teníamos en mente y que, quizás, se nos ha repetido rutinariamente por años. Eso creo que pasa, por ejemplo, en este texto de Mt hoy. Es como tantos otros, un texto teológico de gran simbolismo. Pero, ¿en qué consiste el símbolo? La mayoría de las veces, incluso comentaristas instruidos nos vienen a decir que aquella tormenta era símbolo de las muchas tormentas que padecemos en la vida, y toman el texto para hablar de cómo Dios nos ayuda a vencer los miedos así como Jesús ayudó a los discípulos a vencer el miedo a la tormenta. Demasiado fácil la comparación. Pero, ¡atención!, leamos más despacio. Esto no es lo que dice al menos este texto. No habla de que aquellos pescadores, hombres de mar, acostumbrados al oleaje y al mal clima, estuvieran aterrorizados por la sacudida de las olas y el viento contrario. No sería un buen símbolo, hablando de curtidos hombres de mar. Lo que dice el texto es que los discípulos se asustaron y gritaron de miedo cuando en la madrugada se les acercó Jesús caminando sobre las aguas. Entraron en pánico creyendo que era un fantasma. El miedo no es por la tormenta. El miedo es por la forma inesperada en que se les presenta Jesús. Lo que posiblemente se nos quiere hacer ver con el relato es cómo la manifestación de la presencia de Dios en nuestra vida, sean cuales sean las circunstancias, es distinta de como solemos imaginarla. Es mucho menos truculenta, menos dramática y cinematográfica que lo que uno tiende a pensar. La 1ª lectura es una pieza maravillosa que ilustra la misma idea. La palabra de Dios se dirige a Elías, refugiado en una cueva, y le dice que salga, que se ponga en el monte ante Yavé. Y el texto recalca que Yavé pasó. Pero Elías no lo puede percibir ni en el huracán, ni en el terremoto, ni en el fuego, porque no estaba en esos fenómenos extraordinarios. Después de todos estos, se oye el susurro de una brisa suave y ahí Elías se cubre, sintiendo la presencia de Dios.
2. A los primeros discípulos de Jesús les cuesta entender el nuevo planteamiento que él enseña sobre la presencia de Dios. En los texto paralelos de Mc y Jn se subraya que los discípulos no habían entendido lo de los milagros de los panes. Jesús mismo los regaña porque no entienden que eso de los milagros eran señales, llamadas de atención para enfocar las cosas de una manera diferente. Los regaña porque lo seguían por lo espectacular del milagro y lo útil para satisfacer sus necesidades. Y, en cambio, lo importante era descubrir en lo cotidiano la presencia del eterno. Donde no se espera, en el suave susurro que esta dentro de los acontecimientos de la vida diaria, la presencia de Dios. Es en estos acontecimientos diarios donde se nos da de manera sencilla el pan que permanece para la vida del eterno. Curiosamente, pareciera que nos da más miedo aceptar que Dios irrumpe suavemente en cualquier momento de nuestra vida. Quizás porque nos da miedo, nos sobrecoge, nos da profundo respeto y admiración aceptar que en cada momento nosotros imperfectos y débiles estamos sumergidos en él. Nos atemoriza descubrir la vida humana tan frágil como templo de la divinidad. No nos resulta fácil entender que podemos encontrar ese suave susurro de lo divino, tanto en los momentos fáciles como en los difíciles de nuestra vida; tanto en lo que construimos como en lo que parece que nos destruye. Incluso en la enfermedad y en la muerte. Sobre todo nos causa inseguridad pensar que no somos nosotros los que controlamos nuestra propia vida. Que nuestra felicidad depende de algo gratuito que está en nosotros. Para una mentalidad acostumbrada a separar lo espiritual de lo material, lo humano de lo divino, da miedo un Dios tan cercano que se hace plenamente humano. Asusta el pensamiento como una blasfemia. Y asusta en sus consecuencias prácticas. Pero es la fe en ese Dios de Jesús, lo que reafirmamos consolidando cada domingo la comunión con su cuerpo y sangre.Ω
Lect.: 1 Reg 19: 9 a. 11 – 13 a; Rom 9: 1 – 5; Mt14: 22 – 33
1. A menudo leemos tan precipitadamente la SE que más que poner atención a lo que dice, le hacemos decir lo que ya teníamos en mente y que, quizás, se nos ha repetido rutinariamente por años. Eso creo que pasa, por ejemplo, en este texto de Mt hoy. Es como tantos otros, un texto teológico de gran simbolismo. Pero, ¿en qué consiste el símbolo? La mayoría de las veces, incluso comentaristas instruidos nos vienen a decir que aquella tormenta era símbolo de las muchas tormentas que padecemos en la vida, y toman el texto para hablar de cómo Dios nos ayuda a vencer los miedos así como Jesús ayudó a los discípulos a vencer el miedo a la tormenta. Demasiado fácil la comparación. Pero, ¡atención!, leamos más despacio. Esto no es lo que dice al menos este texto. No habla de que aquellos pescadores, hombres de mar, acostumbrados al oleaje y al mal clima, estuvieran aterrorizados por la sacudida de las olas y el viento contrario. No sería un buen símbolo, hablando de curtidos hombres de mar. Lo que dice el texto es que los discípulos se asustaron y gritaron de miedo cuando en la madrugada se les acercó Jesús caminando sobre las aguas. Entraron en pánico creyendo que era un fantasma. El miedo no es por la tormenta. El miedo es por la forma inesperada en que se les presenta Jesús. Lo que posiblemente se nos quiere hacer ver con el relato es cómo la manifestación de la presencia de Dios en nuestra vida, sean cuales sean las circunstancias, es distinta de como solemos imaginarla. Es mucho menos truculenta, menos dramática y cinematográfica que lo que uno tiende a pensar. La 1ª lectura es una pieza maravillosa que ilustra la misma idea. La palabra de Dios se dirige a Elías, refugiado en una cueva, y le dice que salga, que se ponga en el monte ante Yavé. Y el texto recalca que Yavé pasó. Pero Elías no lo puede percibir ni en el huracán, ni en el terremoto, ni en el fuego, porque no estaba en esos fenómenos extraordinarios. Después de todos estos, se oye el susurro de una brisa suave y ahí Elías se cubre, sintiendo la presencia de Dios.
2. A los primeros discípulos de Jesús les cuesta entender el nuevo planteamiento que él enseña sobre la presencia de Dios. En los texto paralelos de Mc y Jn se subraya que los discípulos no habían entendido lo de los milagros de los panes. Jesús mismo los regaña porque no entienden que eso de los milagros eran señales, llamadas de atención para enfocar las cosas de una manera diferente. Los regaña porque lo seguían por lo espectacular del milagro y lo útil para satisfacer sus necesidades. Y, en cambio, lo importante era descubrir en lo cotidiano la presencia del eterno. Donde no se espera, en el suave susurro que esta dentro de los acontecimientos de la vida diaria, la presencia de Dios. Es en estos acontecimientos diarios donde se nos da de manera sencilla el pan que permanece para la vida del eterno. Curiosamente, pareciera que nos da más miedo aceptar que Dios irrumpe suavemente en cualquier momento de nuestra vida. Quizás porque nos da miedo, nos sobrecoge, nos da profundo respeto y admiración aceptar que en cada momento nosotros imperfectos y débiles estamos sumergidos en él. Nos atemoriza descubrir la vida humana tan frágil como templo de la divinidad. No nos resulta fácil entender que podemos encontrar ese suave susurro de lo divino, tanto en los momentos fáciles como en los difíciles de nuestra vida; tanto en lo que construimos como en lo que parece que nos destruye. Incluso en la enfermedad y en la muerte. Sobre todo nos causa inseguridad pensar que no somos nosotros los que controlamos nuestra propia vida. Que nuestra felicidad depende de algo gratuito que está en nosotros. Para una mentalidad acostumbrada a separar lo espiritual de lo material, lo humano de lo divino, da miedo un Dios tan cercano que se hace plenamente humano. Asusta el pensamiento como una blasfemia. Y asusta en sus consecuencias prácticas. Pero es la fe en ese Dios de Jesús, lo que reafirmamos consolidando cada domingo la comunión con su cuerpo y sangre.Ω
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