14º domingo t.o., 6 jul. 08
Lect.: Zac 9: 9-10; Rom 8: 9. 11 – 13; Mt 11: 25 – 30
1. Voy a empezar hoy constatando algo desagradable, algo que nos puede molestar y que no quisiéramos que fuera así: La mayoría de los que estamos aquí, somos capaces de cometer las peores barbaridades. Podríamos hacer daño a los demás y a nosotros mismos. No les suene exagerado: podrían nuestros nombres aparecer en páginas de sucesos de los periódicos, como autores de fraudes, robos, violencia doméstica y sexual, y cosas peores. Somos capaces de todo eso. Y si Uds. me dicen que no lo hacemos, porque tenemos un buen nivel educativo, o porque vivimos en un buen ambiente social, con un nivel económico medio, es cierto. Pero hay gente que ha alcanzado mayor nivel educativo y que vive en un ambiente de mayor confort y siguen cometiendo barbaridades: por ejemplo, acumulando bienes y posesiones de modo egoísta, sin preocuparse si afectan la vida de otros; o utilizando puestos políticos para su propio beneficio o de sus seguidores. Cometen barbaridades peores, solo que con más “elegancia” y disimulo. Repito: nosotros, en circunstancias parecidas, podríamos cometer barbaridades parecidas. Todo esto es lo que san Pablo llama “el pecado que habita en nosotros”.
2. Si nuestra existencia se redujera a eso, sería muy triste. No nos quedaría más remedio que dedicarnos a combatir esas fuerzas del pecado, a tratar de cumplir los mandamientos, a frustrarnos por nuestros fallos y debilidades y a esperar la vida del más allá para descansar de tanto sufrimiento. Lo triste es que, a menudo, vivimos como si toda la existencia humana no fuera más que eso. Es cierto que el pecado, esa capacidad de actuar destructivamente, habita en nosotros. Pero hay algo mucho más grande en nosotros. El domingo pasado Pablo nos recordaba que por el bautismo hemos resucitado en Cristo a una vida nueva. Y hoy nos dice una frase contundente: Uds. ya no están en la carne, sino en el Espíritu, porque el Espíritu de Dios habita en Uds. No está simplemente dándonos ánimos. Está hablando de nuestra vida real. Tan real como es que en nosotros habitan esas fuerzas de pecado, más real y más fuerte, en nosotros habita el Espíritu, la fuerza de Dios. Si solo estuvieran en nosotros las fuerzas del pecado, nos pasaríamos nuestra existencia, a la defensiva, esperando medio cumplir, para llegar al cielo. Pero lo que se nos revela en el evangelio es que la cosa no es pasar medio viviendo para llegar al cielo. El reto es descubrir el cielo, es decir, la presencia de Dios, que ya está en cada uno de nosotros. Si la cosa fuera desgastarnos cada día en peleas con bajos instintos y tendencias negativas, todo lo estaríamos enfocando solo al nivel de pequeñas modificaciones, de eliminar actitudes molestas de nuestro temperamento —como el mal genio—, o de dañinas adiciones, —como el alcoholismo. Pero la oferta que nos hace Cristo no es a pequeñas y parciales modificaciones, es a reestructurar por completo nuestra personalidad para alcanzar aquí y ahora ese nivel de calidad de vida de los hijos de Dios. En esto consiste eso que llamamos salvación: no en pasar como por encimita las dificultades de la vida, toreando las tentaciones. Es descubrir ese cielo, fuerza de Dios, esa vida eterna, es decir, “del eterno”, de la que participamos ya y dejar que nos vaya transformando día a día, en toda nuestra personalidad.
3. Pablo dice que nada en este mundo puede separarnos de esta realidad. Solo nosotros mismos podemos separarnos, como lo dice Jn, de participar aquí y ahora de esta vida abundante. Por eso la tarea espiritual principal consiste en irse desposeyendo de ese “yo” distorsionado que nos hace autosuficientes y egocentrados. De esa falsa sabiduría que es ceguera para descubrir nuestra realidad interior. Mt nos recuerda hoy que la sabiduría verdadera, el conocimiento real de nosotros mismos solo se da a los sencillos de corazón. A cualquiera de nosotros cuando abrimos nuestras manos para recibir con humildad el don de la vida en el Espíritu.Ω
Lect.: Zac 9: 9-10; Rom 8: 9. 11 – 13; Mt 11: 25 – 30
1. Voy a empezar hoy constatando algo desagradable, algo que nos puede molestar y que no quisiéramos que fuera así: La mayoría de los que estamos aquí, somos capaces de cometer las peores barbaridades. Podríamos hacer daño a los demás y a nosotros mismos. No les suene exagerado: podrían nuestros nombres aparecer en páginas de sucesos de los periódicos, como autores de fraudes, robos, violencia doméstica y sexual, y cosas peores. Somos capaces de todo eso. Y si Uds. me dicen que no lo hacemos, porque tenemos un buen nivel educativo, o porque vivimos en un buen ambiente social, con un nivel económico medio, es cierto. Pero hay gente que ha alcanzado mayor nivel educativo y que vive en un ambiente de mayor confort y siguen cometiendo barbaridades: por ejemplo, acumulando bienes y posesiones de modo egoísta, sin preocuparse si afectan la vida de otros; o utilizando puestos políticos para su propio beneficio o de sus seguidores. Cometen barbaridades peores, solo que con más “elegancia” y disimulo. Repito: nosotros, en circunstancias parecidas, podríamos cometer barbaridades parecidas. Todo esto es lo que san Pablo llama “el pecado que habita en nosotros”.
2. Si nuestra existencia se redujera a eso, sería muy triste. No nos quedaría más remedio que dedicarnos a combatir esas fuerzas del pecado, a tratar de cumplir los mandamientos, a frustrarnos por nuestros fallos y debilidades y a esperar la vida del más allá para descansar de tanto sufrimiento. Lo triste es que, a menudo, vivimos como si toda la existencia humana no fuera más que eso. Es cierto que el pecado, esa capacidad de actuar destructivamente, habita en nosotros. Pero hay algo mucho más grande en nosotros. El domingo pasado Pablo nos recordaba que por el bautismo hemos resucitado en Cristo a una vida nueva. Y hoy nos dice una frase contundente: Uds. ya no están en la carne, sino en el Espíritu, porque el Espíritu de Dios habita en Uds. No está simplemente dándonos ánimos. Está hablando de nuestra vida real. Tan real como es que en nosotros habitan esas fuerzas de pecado, más real y más fuerte, en nosotros habita el Espíritu, la fuerza de Dios. Si solo estuvieran en nosotros las fuerzas del pecado, nos pasaríamos nuestra existencia, a la defensiva, esperando medio cumplir, para llegar al cielo. Pero lo que se nos revela en el evangelio es que la cosa no es pasar medio viviendo para llegar al cielo. El reto es descubrir el cielo, es decir, la presencia de Dios, que ya está en cada uno de nosotros. Si la cosa fuera desgastarnos cada día en peleas con bajos instintos y tendencias negativas, todo lo estaríamos enfocando solo al nivel de pequeñas modificaciones, de eliminar actitudes molestas de nuestro temperamento —como el mal genio—, o de dañinas adiciones, —como el alcoholismo. Pero la oferta que nos hace Cristo no es a pequeñas y parciales modificaciones, es a reestructurar por completo nuestra personalidad para alcanzar aquí y ahora ese nivel de calidad de vida de los hijos de Dios. En esto consiste eso que llamamos salvación: no en pasar como por encimita las dificultades de la vida, toreando las tentaciones. Es descubrir ese cielo, fuerza de Dios, esa vida eterna, es decir, “del eterno”, de la que participamos ya y dejar que nos vaya transformando día a día, en toda nuestra personalidad.
3. Pablo dice que nada en este mundo puede separarnos de esta realidad. Solo nosotros mismos podemos separarnos, como lo dice Jn, de participar aquí y ahora de esta vida abundante. Por eso la tarea espiritual principal consiste en irse desposeyendo de ese “yo” distorsionado que nos hace autosuficientes y egocentrados. De esa falsa sabiduría que es ceguera para descubrir nuestra realidad interior. Mt nos recuerda hoy que la sabiduría verdadera, el conocimiento real de nosotros mismos solo se da a los sencillos de corazón. A cualquiera de nosotros cuando abrimos nuestras manos para recibir con humildad el don de la vida en el Espíritu.Ω
Qué bueno leer (y escuchar) este mensaje tan positivo en un momento tan nebuloso como el que estamos viviendo en este amado terruño. Gracias. Anabelle
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