Lect.: Is 63, 16c-17. 19c; 64, 2b-7; 1 Cor 1, 3-9 ; Mc 13, 33-37
- Empezamos este primer domingo de adviento, otra vez, lo que la Iglesia llama un “nuevo año litúrgico”. ¿Qué sentido tiene que cada año, en la Iglesia, hagamos un recorrido de toda la vida y misión de Jesús de Nazaret, a lo largo de doce meses? Por la brevedad de esta reflexión digamos de entrada lo que no es el sentido del año litúrgico. No es, ni puede ser, una especie de representación teatral, de juego imaginario, en el que simulamos, por ejemplo, que los hechos de la vida y muerte de Jesús se repiten: que este 25 de diciembre, Jesús va a nacer de nuevo, que el Jueves Santo realizará de nuevo la Cena con sus discípulos, que morirá de nuevo el viernes santo… y así por el estilo. Esos hechos centrales los vivió Jesús de una vez por todas. Tampoco el año litúrgico es tan solo un ejercicio pedagógico de meditación de todos los episodios que vivió el Maestro de Nazaret, para recordarlos. Aunque puede ser útil, en parte, para ello.
- Conforme a las enseñanzas de san Pablo, podemos decir que el recorrido que hacemos en el año litúrgico nos permite a los cristianos ver y entender cada vez mejor que la vida de cada uno de nosotros cobra sentido a la luz de la vida, la muerte y la resurrección de Jesús. Aunque pueda sonar extraño, celebrando comunitariamente el recorrido del camino de Jesús, verdaderamente celebramos nuestro propio recorrido de ese mismo camino, y descubrimos de qué manera participamos verdaderamente de lo que significa ser el Hijo del Hombre, el ser humano plenamente realizado, animado por el Espíritu divino. Con san Pablo descubrimos que la vida de cada uno de nosotros participa de la vida misma de Jesús, de su mismo ser, "Vivo, pero no yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20). Y mi vida, la de cada uno, “está escondida con Cristo en Dios” (Col 3:3).
- “En este sentido, la Iglesia puede revivir en la liturgia anual, una tras otra, las distintas fases de la vida terrestre de Cristo”, pero no porque Cristo vuelva a nacer, a vivir y a morir”. Su nacimiento, muerte y resurrección ocurrieron tan sólo una vez”. Sino porque nosotros los miembros del Cuerpo de Cristo, recorremos esas realidades de la vida humana pero participando de la fuerza del mismo Espíritu que animó a Jesús. Me atrevo a decir que el Hijo del Hombre pleno, vuelve a realizarse en cada uno de nosotros. Esto es lo que, por lo demás, alienta y mantiene viva nuestra esperanza de que estamos contribuyendo, aun y a través de muchas contradicciones, a que el Reinado de Dios, la destrucción del mal, de la explotación, de la exclusión, se acerque más, con la instauración de una convivencia solidaria, justa y fraterna.
- Esta esperanza es lo que la celebración litúrgica de este tiempo de Adviento debe provocar en nosotros. La Navidad, a la que nos preparamos a celebrar, no es entonces la conmemoración sentimental de nacimiento de un chiquillo pobre en un pesebre, sino una llamada a creer y a esperar que en la fragilidad humana —esa fragilidad que se ha hecho tan evidente en la actual pandemia— esta latente la presencia de una fuerza divina, que nos está abriendo “un horizonte de grandeza insospechada.” Nos ha sido dada la capacidad para lograrlo.Ω
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