Lect.: Eclesiástico 27:30--28:9; Salmo 103:1-4, 9-12; Romanos 14:7-9; Mateo 18:21-35
- Continuamos hoy reflexionando y orando sobre el tema del perdón que empezamos el domingo pasado. Nada fácil. Si estuviéramos en las sandalias de Pedro y escucháramos de Jesús la exigencia de perdonar “setenta veces siete”, nos echaríamos a temblar o saldríamos corriendo, ante el temor y la frustración por no tener, ni de lejos, esa capacidad del perdón perfecto, incondicional, que nos está pidiendo el Maestro con esa frase que no tiene significado aritmético, sino metafórico. La actitud de perdón nosotros mismos la pedimos, —y hasta la damos por supuesta— cada día, en la oración del Padrenuestro al decirle a Dios que nos perdone así como nosotros perdonamos a quienes nos han ofendido.
- Tenemos que ser realistas. Todos podemos pensar en una serie de situaciones hoy día, en nuestra vida familiar, de vecinos y de nuestras sociedades que parecieran hacer imposible el cambio de actitud personal ligada al resentimiento, al rencor e incluso al deseo de venganza. Estos sentimientos negativos casi que, en muchos de nosotros, surgen como reacciones automáticas ante una ofensa o un daño que experimentamos personalmente o un crimen intolerable cometido contra otros. A pesar de ello, estos días atrás hemos visto al Papa Francisco en Colombia acercarse a una sociedad profundamente dividida por décadas de una guerra sangrienta que creó en los diversos bandos y en la sociedad civil, cientos de muertes e incalculable sufrimiento. Y en ese escenario se ha atrevido, ha tenido la valentía, de invitar a todos los grupos, a “dar el primer paso” en la línea de perdón y no de venganza. A los militares ha pedido “arriesgar para hacer paz, para lograr paz”. A familiares de víctimas y de victimarios les ha dicho, “Vengo aquí con respeto y con una conciencia clara de estar, como Moisés, pisando un terreno sagrado (cf. Ex 3,5). Una tierra regada con la sangre de miles de víctimas inocentes y el dolor desgarrador de sus familiares y conocidos. Heridas que cuesta cicatrizar y que nos duelen a todos, porque cada violencia cometida contra un ser humano es una herida en la carne de la humanidad; cada muerte violenta nos disminuye como personas”. No minimiza en ningún momento la enormidad del dolor y, a pesar de ello, ante el Cristo mutilado de Bojayá, interpreta que Él “nos muestra una vez más que vino para sufrir por su pueblo y con su pueblo; y para enseñarnos también que el odio no tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte y la violencia. Nos enseña a transformar el dolor en fuente de vida y resurrección, para que junto a Él y con Él aprendamos la fuerza del perdón, la grandeza del amor.”
- Aunque en Costa Rica no vivamos situación tan extrema, las dificultades para esta actitud a la que llama el Papa las encontramos también nosotros, en torno nuestro. ¿Cómo perdonar al asesino de un hijo o de un esposo? ¿al violador de una hija menor? ¿al chofer ebrio, irresponsable que mata a unos jóvenes ciclistas que hacen deporte y se da a la fuga? ¿al político o empresario corrupto que se aprovecha para un uso egoísta de bienes públicos que son para el bienestar de la población? La lista de casos que nos interpela es interminable y ante eso no solo dudamos de nuestras fuerzas para perdonar sino también dudamos de que sea el perdón y no la justicia lo que haya que aplicar en estos y otros casos.
- Todo el capítulo 18 de Mateo, sin embargo, nos da una clave para pensar de una manera distinta el conflicto interior que se nos plantea. Y nos la da porque en este capítulo se sugiere una fotografía de un tipo de iglesia cristiana que no es la frecuente representación de una Iglesia como institución jerárquica, como organización sostenida por leyes y reglamentos. Mateo aquí nos está hablando como a miembros de una iglesia cuya esencia debería ser, ante todo, el de un espacio para una vivencia de comunión, de una experiencia de un amor desbordante e inesperado de Dios que tiene la fuerza para invadirnos por completo y transformarnos interior y exteriormente. Cuando en la parábola se reprende fuertemente a quien no sabe perdonar, no se hace porque se trate de una obligación legal hacerlo, ni simplemente por ser algo positivo para la convivencia ciudadana. Lo que no tiene sentido para este evangelio es que alguien que ha experimentado la gran compasión y perdón del Padre no se haya dejado cambiar por este extraordinario amor.
- Mateo no ignora que es tarea personal de cada uno el cultivo de sentimientos de amor y de misericordia pero, como lo deja claro la parábola que acabamos de escuchar, eso no es suficiente, es también tarea comunitaria, colectiva el crear condiciones que favorezcan pensamientos, sentimientos y acciones de perdón. En la comunión fraterna se experimenta el amor y la compasión de Dios. Es quien ya ha experimentado y tomado conciencia del perdón de Dios que continuamente nos cubre y nos sostiene, quien luego no podrá salir a tratar con intolerancia a otros que, como nosotros, también cometen fallos y ofensas. Menos aún a ser intolerantes con otros cuya única “falta” es tener una concepción ética y religiosa diferente de la nuestra. Por eso la vocación principal de la Iglesia a la que pertenecemos es la de ser un ámbito en el que cualquiera que libremente se acerque o se incorpore pueda tener esa experiencia y esa vivencia del amor de Dios misericordioso.
- Si la Iglesia se construye como un espacio, un ámbito que nos permita experimentar de continuo la gratuidad del amor de Dios, si la Palabra que escuchamos y los sacramentos que celebramos se orientan a subrayar la misericordia y no la ley; la comprensión, la comunión con los pequeños y más débiles, y no las diferencias jerárquicas, de poder religioso, esa Iglesia comunión se hará presente como fuerza del amor de Dios que progresivamente nos irá configurando como hombres y mujeres de perdón. Para recuperar este espíritu evangélico en todas las funciones y actividades de la iglesia, en los diversos ministerios y, particularmente, en el de la catequesis y formación religiosa, se requiere, de nuestra parte, una doble tarea. Por una parte, la del cultivo personal de nuestra sensibilidad y especialmente de sentimientos misericordiosos por el hermano o hermana en cuya debilidad vemos reflejada la nuestra propia. Y, por otra, la de nuestro esfuerzo personal por contribuir a que nuestra Iglesia, sus ministros y catequistas, no se queden en meras estructuras jurídicas, legalistas, o de poder, sino sobre todo y ante todo, en servidores para que todos y todas las cristianos tengamos como base fundamental de nuestra formación, una vivencia de comunión, capaz de impactar incluso en una sociedad secularizada y pluralista.Ω
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