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Lect.: Sab 7, 7-11; Hebr 4, 12-13; Mc 10,
17 - 30
1. Seria afirmación de Mc: “Difícil les es entrar en el reino de
Dios a los que ponen su confianza en el dinero”. Pero, ¿Por qué nos interesa reflexionar sobre esta
afirmación evangélica si al fin y al cabo ninguno de nosotros es millonario,
pero ni de lejos? El texto del evangelista Marcos que acabamos de escuchar,
habitualmente ha generado discusiones en
la Iglesia, y ha llevado a algunos a considerar que son palabras
inaceptables si se trata de una condena de las riquezas materiales, necesarias
para satisfacer las necesidades humanas. Pero, sin duda, el tema de la pobreza y la riqueza es clave en
el mensaje de Jesús y contiene varios
aspectos de gran importancia para nuestra vida espiritual.
2.
Por
limitaciones de tiempo solo quiero referirme a un punto: Aunque para la
visión evangélica los bienes materiales
han salido de la mano de Dios y la actividad económica cumple una
función positiva en la sociedad humana, a pesar de ello las prácticas económicas
contemporáneas pueden convertirse en un serio peligro para todos. No solo cuando la desigual distribución de
las riquezas afecta el bienestar de muchos. También nos afecta de otra
manera a todos, cuando el modo de pensar y vivir de los que más tienen
afecta nuestro modo de ver, pensar y valorar las cosas. Dicho de otra forma, la economía se
vuelve un peligro cuando pensamos como millonarios sin serlo y se
traslada la lógica del mercado al plano de las relaciones humanas y de la construcción
de la vida personal. Es decir, cuando nos vemos a nosotros mismos y a los
demás con los anteojos de los intereses
económicos. ¿Suena raro? Pensemos, por una parte, que a través de los
medios de comunicación, sin darnos apenas cuenta, puede irse colándonos una mentalidad según la
cual, una persona vale por lo que posee, por el nivel de vida que ha alcanzado,
por su capacidad adquisitiva para comprar educación, salud, vivienda privadas y
prácticamente todo. Con este tipo de
mentalidad, se acaba viendo el éxito y logros de la propia vida como el
resultado de lo que uno ha comprado, y la propia identidad, la propia seguridad
y nuestro propio valor y mérito acabamos pensándolo como el resultado de las
posesiones que tengamos. Por otra parte, esta misma mentalidad afecta
nuestra manera de considerar a los demás, haciendo depender el valor de cada
persona que nos topamos, según sus logros materiales y, peor aún, según los
beneficios que puedan aportarnos. Cuando esta mentalidad se extiende y afecta
la organización de la sociedad, de la política y de la convivencia, y a nuestra
manera de relacionarnos con los demás, se llega a lo que Francisco llama la “cultura del descarte”: es decir, no le
damos valor a nadie que no nos aporte algo, que no podamos utilizar para trepar
de posición, o para ganar más. Los que no llenen estos requisitos se convierten
en descartables
de nuestra vida, (visión mercantilizada de la vida).
3. Este tipo de visión no
nos realiza de manera auténtica e incluso puede producirnos frustración cuando las ilusiones que fabrica el
aparato publicitario en los medios no se hagan realidad. En cambio, lo contrario de una vida mercantilizada de
esta manera sí nos realiza plenamente. Se da cuando descubrimos la vida como gracia, como gratuidad de Dios, donde
nuestra propia existencia, las relaciones con las demás personas y, en fin,
todo lo que nos rodea, no como algo que compramos, no como mercancías, al
alcance de la tarjeta de crédito, sino como dones que hemos recibido de la
generosidad de la vida divina en que estamos sumergidos y que compartimos
con los demás, especialmente con los menos favorecidos. Esta propuesta de vida
del evangelio es la que nos lleva a ser plenamente humanos y es incluso la
única capaz de transformar nuestras prácticas económicas, poniéndolas en el
lugar que les corresponde, el de ser
instrumentos y no esclavizadores, para la vida de todos y todas en la
comunidad humana.Ω
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