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1er domingo de Cuaresma

Lect.: Gén 9,8-15; I Ped 3,18-22; Mc 1,12-15
  1. En las primeras semanas de enero, Mc nos presentaba a Jesús, después de su bautismo, en una actitud decidida, dispuesto a cruzar el Jordán, es decir, a no quedarse con Juan el Bautista, predicando desde fuera de las poblaciones, a distancia, sino a dar un paso adelante para meterse en medio de la vida del pueblo y en contacto con la gente anunciar que ya ahí, en la vida cotidiana, se encontraba el Reino de Dios. (Por cierto, esto nos recuerda, sin duda la insistencia del Papa Francisco, a sacerdotes y Obispos). Pero hay un hecho importante en la vida de Jesús que tiene lugar antes de que Jesús de ese paso. El evangelista lo había consignado ya pero no lo habíamos visto porque la tradición litúrgica de la Iglesia reserva este texto para este primer domingo de cuaresma. Es clave para marcar la preparación de la actividad de Jesús. Dice Mc que “el Espíritu empujó a Jesús al desierto”. Fijémonos ¡qué frase!. No dice que Jesús decidió, ni que el Espíritu le sugirió. Dice que el Espíritu “empujó a Jesús” al desierto. (Otra traducción más fuerte dice “lo expulsó”). El mismo Espíritu que se reveló en Jesús en el bautismo, no lo deja quedarse solo, aislado, experimentando el disfrute de la presencia de Dios (después de la fabulosa experiencia del bautismo), ni limitado a acompañar a Juan en la actividad ritual de bautizar a otros. El Espíritu lo empuja al desierto, pero ¡atención!, no lo entendamos como aislamiento sino como símbolo de un lugar de prueba como lo presenta siempre la Biblia. En este caso, de las pruebas que  va a enfrentar Jesús al asumir su misión de extender a los demás su experiencia de filiación divina, de ser hijo de Dios.  Otros símbolos significativos, “Satán”, las “fieras” o “alimañas” y los "ángeles”, completan el mensaje de Mc. Jesús debe empezar a cobrar conciencia de qué se trata su misión y que es una tarea complicada, llena de dificultades. Ayudar a que la gente descubra la presencia de Dios en ellos mismos, no va a ser fácil, porque ese descubrimiento tendrá que darse en medio de la vida diaria y ordinaria, donde se manifiestan en cada momento las mejores tendencias humanas, “los ángeles”, pero también los sentimientos y acciones más oscuras, “las alimañas”, o, como lo veíamos en domingos pasados, lo que en aquella época llamaban los “espíritus impuros”, o “Satán”. Y los cuarenta días, que evocan los 40 años del pueblo de Israel en el desierto, significan más bien la condición permanente de prueba que rodea la vida humana.
  2. De alguna manera se nos expresa aquí, en la experiencia de Jesús, lo que es nuestra propia experiencia y que nos puede parecer una paradoja: que nos descubrimos hijos de Dios, incluso en las situaciones límites en que más nos sentimos inclinados a no comportarnos como tales, ni a vernos como hermanos de nuestros semejantes. Descubrimos la cercanía del Reino, incluso en momentos en que más nos sentimos en un ambiente negativo, cerrado y sin esperanza. En que nos sentimos desconfiados y escépticos ante la Palabra que nos dice que el Reino de Dios está en nosotros.  Lo aparentemente extraño y paradójico de la vida, evocado por ese símbolo bíblico del desierto, es que nos topamos con “Satán”, es decir, con las tendencias más negativas, precisamente ahí donde hemos sido empujados por el Espíritu de Dios. Nos pueden surgir las más ilusorias, falsas y egoístas imágenes de nuestra propia identidad y de lo que debe ser la convivencia humana, precisamente cuando el Espíritu nos está llamando a construir una comunidad de hermanos que se han des,cubierto hijos amados del Padre. Pero esa es la realidad única y ambivalente. Esa es nuestra condición humana y es la experiencia de la que el Espíritu quería que Jesús empezara a cobrar plena conciencia ya antes de empezar su misión y su vida como hijo amado del Padre. Y continuará desarrollando esa conciencia a lo largo del resto de sus tres años de vida.
  3. Este período que llamamos cuaresma, en la liturgia de la Iglesia, es un tiempo breve, de unas cinco semanas, que puede servirnos una vez más para cobrar conciencia más realista de las condiciones nada fáciles en que nos toca crecer en nuestra vida espiritual. Y es un buen momento para caer en la cuenta de qué aspectos de nuestra vida personal debemos trabajar más, a qué dificultades somos más vulnerables, y cuáles son los obstáculos que más nos impiden ver y experimentar la fuerza del Espíritu que nos sostiene desde el interior de nosotros mismos

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