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23º domingo t.o.

Lect.:  Ezeq 33,7-9; Rom 13,8-10;  Mt 18,15-20

  1. Muchos de nosotros, la mayoría de cristianos de ni generación y quizás muchos de Uds. crecimos pensando en que ser buenos cristianos dependía de cumplir una serie de mandamientos, de reglas y de aprender a cumplir instrucciones y doctrinas al pie de la letra, en la vida moral y en la vida litúrgica. Por eso, cuando ya crecidos, pasamos a leer los evangelios a fondo nos hemos desconcertado.   Porque nos damos cuenta de que no se pueden leer los evangelios buscando reglamentos, ni artículos del Derecho Canónico, ni podemos manejarlos como si fueran un libro de recetas o un manual de buenos modales o de comportamiento correcto. El texto de hoy de Mt nos da un buen ejemplo de cómo no leer el evangelio. A primera vista se nos están dando unas reglas muy precisas para cumplir (“Si un hermano  te ofende…”). Pero, en realidad, lo entenderíamos muy mal si lo viéramos como si se tratara de una guía de procedimientos para seguir cada vez que topamos con un compañero, un familiar o un amigo que creemos que ha hecho algo malo, o que nos ha ofendido. Esos pasos de que habla Mateo, (reprenderlo a solas, luego con dos o tres testigos, luego delante de toda la comunidad...), se refiere a prácticas judías, incluso anteriores a la época de Jesús, que eran posibles por la manera como estaban organizadas entonces las comunidades de creyentes en la aquella sociedad. Y pueden conservar cierta validez. Pero en un mundo moderno, donde las relaciones, incluso entre los mismos cristianos, son cada vez más complejas y distantes, no podemos imitar aquel manual de comportamiento. Lo que importa es que el texto nos invita a descubrir algo más profundo, la manera como aquellos primeros cristianos entendían y trataban de vivir la realidad humana y divina de la que formaban parte. 
  2. En primer lugar, no se veían como individuos aislados, como participantes de una carrera en la que solo importaba a cada uno llegar a la meta, sin tomar en cuenta a los demás. Tampoco se veían viviendo una vida humana separada de la vida divina, como si se la tuvieran que jugar solos, apenas implorando la ayuda de lo Alto. Si, como decíamos la semana pasada, entendían que ser cristiano, era ser otro Cristo, ser humano pleno, también se daban cuenta de que todos formaban un solo Cristo, con Jesús a la cabeza y que el comportamiento de cada cual podía contribuir o podía impedir esa vida plena a la que todos estaban llamados. Por eso veían que ninguno podía ser indiferente a lo que le pasara y lo que hiciera cualquiera de los demás. Y, lo más importante, estaban convencidos de que al vivir esa vida de comunión estrecha, hacían real en la comunidad, la presencia de Dios manifestada en Cristo. Son estas convicciones, y más que convicciones, esas experiencias íntimas de unión con los demás y con Dios, las que les guiaban para ordenar sus comportamientos éticos y sociales. No las normas legales y rituales, sino esa experiencia de vida de comunión les hacían vivir moralmente de una manera nueva y dar culto  de una manera nueva, “en Espíritu y verdad”.
  3. Cuando alimentamos nuestra propia vida de esa experiencia de unión humana y divina, de ahí surgen prácticas de corrección mutua, de perdón, y otras muchas formas de relacionarnos que adoptamos, no porque las veamos como obligatorias, ni porque busquemos evitar castigos y ganar recompensas, sino porque son las actitudes que brotan "naturalmente" del corazón de quienes se han descubierto formando parte de un solo cuerpo de Cristo y animados por la misma fuente, la vida del Espíritu de Dios.
  4. Para nosotros hoy, se nos repite el mensaje: Solo una vivencia fraterna, solidaria, que busca de continuo soluciones creativas a las dificultades y conflictos cotidianos, puede llevarnos a construir una convivencia, una sociedad y una vida más plenas para todos.Ω

Comentarios

  1. Excelente reflexión, muy refrescante, muy atinada. Muchas gracias.

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