Fiesta de Pentecostés, 23 de mayo 2010.
Lect.: Hech 2: 1 – 11; 1 Cor 12: 3b – 7. 12 – 13; Jn 20: 19 – 23
1.Como decíamos en domingos anteriores, no tiene sentido leer estos textos de estas fiestas como si fueran una crónica de acontecimientos. Más bien hay que verlos como formas culturales que los primeros discípulos utilizaron para expresar la gran experiencia de la vida nueva de la que estaban cobrando conciencia. Por eso, algunos lo expresan (Lc, por ej.) como una sucesión de tres momentos (Resurrección, Ascensión y Pentecostés), mientras que otros (como Jn) lo expresan como un solo acontecimiento con tres dimensiones. Lo importante de su mensaje en una u otra forma es proclamar que para ellos, ser cristianos estaba ligado a una extraordinaria experiencia, la de vivir la misma vida del Espíritu de Dios. Pero, ¿cuáles son las características más importantes e inmediatas de esa vida en el Espíritu que están experimentando? Si nos atenemos tan solo a las lecturas de hoy queda claro lo que subrayan: el perdón de los pecados entendido como el poder de liberar a los demás del peso de sus culpas, la paz, la alegría en la convivencia y, por encima de todo ello, la experiencia de que las barreras que nos dividen a los seres humanos se derrumban, y aún más, el descubrimiento de que somos todos miembros de un solo cuerpo y que nuestra diversidad ha de entenderse como diversidad de servicios para el Bien Común. En en estas experiencias en las que los textos nos cuentan lo maravilloso de la nueva vida que estaban empezando a descubrir. Tan maravillosa que para describir su descubrimiento recurren en sus expresiones a lo que hoy llamaríamos “efecto especiales”: lenguas de fuego, viento recio, … que, en suma, quieren decir a todos que aquí estamos frente a un hecho extraordinario, comparable a un nuevo nacimiento, un redescubrimiento de lo que significa ser humano en sentido pleno.
2.Y de nuevo, la obligada pregunta: ¿Cómo traducir a nuestros términos, a nuestra cultura y situación actual la experiencia de vivir la misma vida del Espíritu de Dios? ¿Cuándo y cómo podemos decir que estamos teniendo esa experiencia? Olvidémonos de los “efectos especiales”. Por más que dediquemos horas a velar por la llegada de Pentecostés para cada uno, por más que cantemos con fuerza el “oh Señor envía tu Espíritu”, no veremos llamaradas de fuego ni oiremos vendavales que nos indiquen que ya nos llega el Espíritu de Dios. No va a llegar porque ya llegó, ya está en nosotros. Lo más profundo de lo que somos desde siempre es la vida divina en nosotros. El reto es descubrirlo, experimentarlo, dejarse inundar por ello. Del interior de cada uno sale de todo, grandes proezas y simplicidades cotidianas. Salen planes maravillosos y ocurrencias disparatadas. Acciones constructivas y, paradójicamente, iniciativas de destrucción. Lejos de desanimarnos por esas tendencias contradictorias, la experiencia de los primeros discípulos, su fe en la plenitud de vida alcanzada con la muerte y resurrección de Jesús, nos animan a confiar en que el proceso de humanización y divinización plenas avanzan en nosotros como una gracia extraordinaria y que por nuestra parte solo debemos soltar amarras, no aferrarnos al yo aislado y egoista, ni a lo que proviene de él, para que se haga la realidad de ser un solo cuerpo con el único Espíritu que es todo en todos.Ω
Lect.: Hech 2: 1 – 11; 1 Cor 12: 3b – 7. 12 – 13; Jn 20: 19 – 23
1.Como decíamos en domingos anteriores, no tiene sentido leer estos textos de estas fiestas como si fueran una crónica de acontecimientos. Más bien hay que verlos como formas culturales que los primeros discípulos utilizaron para expresar la gran experiencia de la vida nueva de la que estaban cobrando conciencia. Por eso, algunos lo expresan (Lc, por ej.) como una sucesión de tres momentos (Resurrección, Ascensión y Pentecostés), mientras que otros (como Jn) lo expresan como un solo acontecimiento con tres dimensiones. Lo importante de su mensaje en una u otra forma es proclamar que para ellos, ser cristianos estaba ligado a una extraordinaria experiencia, la de vivir la misma vida del Espíritu de Dios. Pero, ¿cuáles son las características más importantes e inmediatas de esa vida en el Espíritu que están experimentando? Si nos atenemos tan solo a las lecturas de hoy queda claro lo que subrayan: el perdón de los pecados entendido como el poder de liberar a los demás del peso de sus culpas, la paz, la alegría en la convivencia y, por encima de todo ello, la experiencia de que las barreras que nos dividen a los seres humanos se derrumban, y aún más, el descubrimiento de que somos todos miembros de un solo cuerpo y que nuestra diversidad ha de entenderse como diversidad de servicios para el Bien Común. En en estas experiencias en las que los textos nos cuentan lo maravilloso de la nueva vida que estaban empezando a descubrir. Tan maravillosa que para describir su descubrimiento recurren en sus expresiones a lo que hoy llamaríamos “efecto especiales”: lenguas de fuego, viento recio, … que, en suma, quieren decir a todos que aquí estamos frente a un hecho extraordinario, comparable a un nuevo nacimiento, un redescubrimiento de lo que significa ser humano en sentido pleno.
2.Y de nuevo, la obligada pregunta: ¿Cómo traducir a nuestros términos, a nuestra cultura y situación actual la experiencia de vivir la misma vida del Espíritu de Dios? ¿Cuándo y cómo podemos decir que estamos teniendo esa experiencia? Olvidémonos de los “efectos especiales”. Por más que dediquemos horas a velar por la llegada de Pentecostés para cada uno, por más que cantemos con fuerza el “oh Señor envía tu Espíritu”, no veremos llamaradas de fuego ni oiremos vendavales que nos indiquen que ya nos llega el Espíritu de Dios. No va a llegar porque ya llegó, ya está en nosotros. Lo más profundo de lo que somos desde siempre es la vida divina en nosotros. El reto es descubrirlo, experimentarlo, dejarse inundar por ello. Del interior de cada uno sale de todo, grandes proezas y simplicidades cotidianas. Salen planes maravillosos y ocurrencias disparatadas. Acciones constructivas y, paradójicamente, iniciativas de destrucción. Lejos de desanimarnos por esas tendencias contradictorias, la experiencia de los primeros discípulos, su fe en la plenitud de vida alcanzada con la muerte y resurrección de Jesús, nos animan a confiar en que el proceso de humanización y divinización plenas avanzan en nosotros como una gracia extraordinaria y que por nuestra parte solo debemos soltar amarras, no aferrarnos al yo aislado y egoista, ni a lo que proviene de él, para que se haga la realidad de ser un solo cuerpo con el único Espíritu que es todo en todos.Ω
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