4º domingo de cuaresma, 14 de marzo de 2010
Lect.: Jos 5: 9 a. 10 – 12; 2 Cor 5: 17 – 21; Lc 15: 1 -3. 11 – 32
1. Esta parábola que cuenta Jesús, —la más larga de los evangelios— da para innumerables reflexiones. Parece clara y transparente en los mensajes que transmite, y que no hay lugar para equivocarse al captar su sentido. A pesar de eso, la tradición misma que nosotros aprendimos empieza por darle un nombre que puede confundir: “del hijo pródigo”. Confunde, porque ni el hijo menor es el personaje principal, ni el despilfarro que hace de sus bienes es comparable al derroche que hace el Padre, representando la generosidad del amor de Dios, que es el elemento central de la historieta. Incluso hay quienes comentan que más que la figura de un padre, según lo que estamos acostumbrados, ese comportamiento que simboliza el de Dios es el de una madre. Recordemos que esta parábola y las otras del capítulo 15 de Lc se las cuenta Jesús a fariseos y a letrados que lo critican por comer en la mesa de pecadores y Jesús para argumentarles les presenta el comportamiento de Dios. En todo caso, volver a leer con cuidado la parábola nos ayuda, sin apenas esfuerzo, a cambiar nuestra manera de entender lo que es Dios y lo que es la religión. Esta tarde vamos a seleccionar entre observaciones de varios comentaristas solo dos cosas de tan rica parábola. En primer lugar, tomar conciencia de que los tres personajes de la parábola reflejan tres dimensiones o tendencias que cada uno de nosotros tiene dentro de sí mismo. Y en segundo lugar, que el amor del Padre, que debemos desarrollar, es un amor incondicional que no trata a cada uno por sus méritos o errores, sino que los trata como personas, salidos de la mano de Dios y valiosos como tales, por lo que son en su ser más profundo, la misma divinidad.
2. Con la mano en el corazón descubrimos rápidamente que el hijo menor está presente en cada uno de nosotros, en nuestra tendencia a dejarnos llevar por la comodidad, por el placer inmediato, individualista. No hay ninguno de nosotros que no sienta en sí esas tentaciones e incluso que no haya caído en ellas. No es que otros sean los pecadores, los prostitutos, los traidores recaudadores de impuestos. Es que todos esos malos personajes están en nosotros mismos esperando salir a escena en la menor oportunidad. Pero también está en cada uno de nosotros el hijo mayor. El que se cree bien portado, cumplidor de la ley de Dios, pero que lo hace de manera interesada, que no se va de la casa paterna pero siempre pensando en que el Padre no lo castigue y que algún día lo premie. En el fondo, un hijo mayor que se ha construido un dios a su medida, y que, además, desprecia a los que ve como pecadores, a los hijos menores que viven despreocupadamente. Cuando la Iglesia entera se comporta como hijo mayor, en vez de ser ministros de reconciliación, como dice Pablo que debemos ser, se dedica a clasificar a la gente en creyentes e increyentes, de practicantes y de alejados, de matrimonios bendecidos por la Iglesia y de parejas en situación irregular, en normales y gays... Y mientras nosotros seguimos clasificando a sus hijos, dice un autor (Pagola) Dios nos sigue amando a todos, pues no es propiedad de los buenos ni de los practicantes. Es Padre de todos. Dios, dice Pablo hoy, reconcilia al mundo consigo sin pedirle cuentas.
3. Ese Padre también está en nosotros. Todavía tenemos que enterarnos y convencernos de lo que Jesús dijo: yo y el Padre somos uno; y tiene que llegar el día, como recuerda el evangelio de Jn, de que nos demos cuenta experiencialmente que el Padre está en Jesús, él en nosotros y nosotros en él. Y que, cuando lo entendamos y vivamos, no solo haremos las obras de Jesús, sino aún mayores. Ejerceremos con todos el mismo amor del Padre, construyendo nuevas formas de convivencia humana y con la naturaleza.
Lect.: Jos 5: 9 a. 10 – 12; 2 Cor 5: 17 – 21; Lc 15: 1 -3. 11 – 32
1. Esta parábola que cuenta Jesús, —la más larga de los evangelios— da para innumerables reflexiones. Parece clara y transparente en los mensajes que transmite, y que no hay lugar para equivocarse al captar su sentido. A pesar de eso, la tradición misma que nosotros aprendimos empieza por darle un nombre que puede confundir: “del hijo pródigo”. Confunde, porque ni el hijo menor es el personaje principal, ni el despilfarro que hace de sus bienes es comparable al derroche que hace el Padre, representando la generosidad del amor de Dios, que es el elemento central de la historieta. Incluso hay quienes comentan que más que la figura de un padre, según lo que estamos acostumbrados, ese comportamiento que simboliza el de Dios es el de una madre. Recordemos que esta parábola y las otras del capítulo 15 de Lc se las cuenta Jesús a fariseos y a letrados que lo critican por comer en la mesa de pecadores y Jesús para argumentarles les presenta el comportamiento de Dios. En todo caso, volver a leer con cuidado la parábola nos ayuda, sin apenas esfuerzo, a cambiar nuestra manera de entender lo que es Dios y lo que es la religión. Esta tarde vamos a seleccionar entre observaciones de varios comentaristas solo dos cosas de tan rica parábola. En primer lugar, tomar conciencia de que los tres personajes de la parábola reflejan tres dimensiones o tendencias que cada uno de nosotros tiene dentro de sí mismo. Y en segundo lugar, que el amor del Padre, que debemos desarrollar, es un amor incondicional que no trata a cada uno por sus méritos o errores, sino que los trata como personas, salidos de la mano de Dios y valiosos como tales, por lo que son en su ser más profundo, la misma divinidad.
2. Con la mano en el corazón descubrimos rápidamente que el hijo menor está presente en cada uno de nosotros, en nuestra tendencia a dejarnos llevar por la comodidad, por el placer inmediato, individualista. No hay ninguno de nosotros que no sienta en sí esas tentaciones e incluso que no haya caído en ellas. No es que otros sean los pecadores, los prostitutos, los traidores recaudadores de impuestos. Es que todos esos malos personajes están en nosotros mismos esperando salir a escena en la menor oportunidad. Pero también está en cada uno de nosotros el hijo mayor. El que se cree bien portado, cumplidor de la ley de Dios, pero que lo hace de manera interesada, que no se va de la casa paterna pero siempre pensando en que el Padre no lo castigue y que algún día lo premie. En el fondo, un hijo mayor que se ha construido un dios a su medida, y que, además, desprecia a los que ve como pecadores, a los hijos menores que viven despreocupadamente. Cuando la Iglesia entera se comporta como hijo mayor, en vez de ser ministros de reconciliación, como dice Pablo que debemos ser, se dedica a clasificar a la gente en creyentes e increyentes, de practicantes y de alejados, de matrimonios bendecidos por la Iglesia y de parejas en situación irregular, en normales y gays... Y mientras nosotros seguimos clasificando a sus hijos, dice un autor (Pagola) Dios nos sigue amando a todos, pues no es propiedad de los buenos ni de los practicantes. Es Padre de todos. Dios, dice Pablo hoy, reconcilia al mundo consigo sin pedirle cuentas.
3. Ese Padre también está en nosotros. Todavía tenemos que enterarnos y convencernos de lo que Jesús dijo: yo y el Padre somos uno; y tiene que llegar el día, como recuerda el evangelio de Jn, de que nos demos cuenta experiencialmente que el Padre está en Jesús, él en nosotros y nosotros en él. Y que, cuando lo entendamos y vivamos, no solo haremos las obras de Jesús, sino aún mayores. Ejerceremos con todos el mismo amor del Padre, construyendo nuevas formas de convivencia humana y con la naturaleza.
algo que a mí me parece interesante en esta parábola es la inversión que hace Jesús de la pregunta del maestro de la ley. Jesús no responde a la pregunta de "quién es mi prójimo?"; sino que pregunta "quién crees que se comportó como prójimo del que cayó en manos de los salteadores?"; con lo que el cuestionamiento que se le hace a nuestra "comodidad y buena conciencia" es mayúsculo. No tenemos que esperar al prójimo, somos nosotros quienes tenemos que actuar como prójimo de los demás.
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