17º domingo t.o., 26 jul. 09
Lect.: 2 Reg 4: 42 – 44; Ef 4: 1- 6; Jn 6: 1 – 15
1. Si alguien, no creyente y ajeno por completo a lo religioso, nos preguntara con buena voluntad qué venimos a hacer aquí cada domingo, quizás la respuesta más breve y exacta sería decirle: venimos a celebrar la eucaristía. Respuesta correcta pero, ¿la entendemos? ¿entendemos lo que conlleva? Ese supuesto no creyente podría insistir en que aclaremos. Diríamos entonces celebrar la eucaristía es celebrar la acción de gracias. Esta breve explicación ya permitiría conversar con cualquiera y hacerle ver por qué la eucaristía desempeña un papel central en nuestra vida cristiana. Los cristianos construimos nuestra vida sobre la acción de gracias. Dar gracias de manera profunda y convencida, como deberíamos hacerlo aquí cada domingo, es hacer de este momento el del reconocimiento serio de que toda nuestra vida, todo nuestro ser, lo que decimos y lo que hacemos y, con mucho más razón, todo lo que tenemos no es más que un puro don, un completo regalo del amor generoso y compasivo de Dios.
2. Renovar esta convicción cada domingo de manera honesta y sincera, nos tiene que transformar personalmente, en nuestro modo de ser y en nuestro modo de relacionarnos con los demás. El texto evangélico de esta tarde, —que pertenece al cap. 6 de Jn que se va a meditar durante cuatro domingos—, nos plantea una narración en la cual Jesús y sus discípulos constatan: primero, una necesidad ocasional de alimentos en la multitud que lo sigue; segundo, la limitación de recursos con que cuentan y tercero, lo más importante, cómo a partir de la acción de gracias de Jesús son capaces de compartir lo que tienen, multiplicarlo y ayudar a que todos queden satisfechos. Este milagro, como todos los que se narran de Jesús, es un signo de la llegada del reino de Dios. Significa lo que sucede en cada uno de nosotros cuando nos abrimos a ese reino, a esa presencia de Dios en nosotros, significa vivir a diario con la conciencia de acción de gracias, con el convencimiento de la gratuidad de la vida y los bienes de este mundo. Vivirse uno a sí mismo como un don del amor de Dios conlleva cultivar de manera permanente la actitud de compartir lo que somos y tenemos con todos los demás, en especial con quienes han sido excluidos hasta del disfrute de los bienes básicos para la vida, por culpa de la ambición, de la insaciable búsqueda de ganancias por parte de los económicamente más poderosos. En su reciente encíclica el Papa nos recuerda (n.34) que la gratuidad está en nuestra vida de muchas maneras, pero que si pasa desapercibida esto es debido a una visión de la existencia que antepone a todo la productividad y la utilidad. Vivir, en cambio conscientes de que estamos hechos como un don y para el don, esto nos abre y desarrolla nuestra dimensión trascendente. Podríamos decir, nos asemeja plenamente a Dios.
3. Esta narración de Jn no pretende decir que tenemos que aprender a hacer milagros para resolver el problema de la pobreza, el hambre y la iniquidad. Ni siquiera que vamos a poder lograrlo con políticas y técnicas adecuadas. Pero nos revela cuál es el sentido y por tanto la meta de nuestra vida y en qué dirección y con qué actitud debemos construir nuestra vida diaria. Esto es lo que aprendemos cuando captamos el sentido de celebrar esta tarde la eucaristía, la acción de gracias.Ω
Lect.: 2 Reg 4: 42 – 44; Ef 4: 1- 6; Jn 6: 1 – 15
1. Si alguien, no creyente y ajeno por completo a lo religioso, nos preguntara con buena voluntad qué venimos a hacer aquí cada domingo, quizás la respuesta más breve y exacta sería decirle: venimos a celebrar la eucaristía. Respuesta correcta pero, ¿la entendemos? ¿entendemos lo que conlleva? Ese supuesto no creyente podría insistir en que aclaremos. Diríamos entonces celebrar la eucaristía es celebrar la acción de gracias. Esta breve explicación ya permitiría conversar con cualquiera y hacerle ver por qué la eucaristía desempeña un papel central en nuestra vida cristiana. Los cristianos construimos nuestra vida sobre la acción de gracias. Dar gracias de manera profunda y convencida, como deberíamos hacerlo aquí cada domingo, es hacer de este momento el del reconocimiento serio de que toda nuestra vida, todo nuestro ser, lo que decimos y lo que hacemos y, con mucho más razón, todo lo que tenemos no es más que un puro don, un completo regalo del amor generoso y compasivo de Dios.
2. Renovar esta convicción cada domingo de manera honesta y sincera, nos tiene que transformar personalmente, en nuestro modo de ser y en nuestro modo de relacionarnos con los demás. El texto evangélico de esta tarde, —que pertenece al cap. 6 de Jn que se va a meditar durante cuatro domingos—, nos plantea una narración en la cual Jesús y sus discípulos constatan: primero, una necesidad ocasional de alimentos en la multitud que lo sigue; segundo, la limitación de recursos con que cuentan y tercero, lo más importante, cómo a partir de la acción de gracias de Jesús son capaces de compartir lo que tienen, multiplicarlo y ayudar a que todos queden satisfechos. Este milagro, como todos los que se narran de Jesús, es un signo de la llegada del reino de Dios. Significa lo que sucede en cada uno de nosotros cuando nos abrimos a ese reino, a esa presencia de Dios en nosotros, significa vivir a diario con la conciencia de acción de gracias, con el convencimiento de la gratuidad de la vida y los bienes de este mundo. Vivirse uno a sí mismo como un don del amor de Dios conlleva cultivar de manera permanente la actitud de compartir lo que somos y tenemos con todos los demás, en especial con quienes han sido excluidos hasta del disfrute de los bienes básicos para la vida, por culpa de la ambición, de la insaciable búsqueda de ganancias por parte de los económicamente más poderosos. En su reciente encíclica el Papa nos recuerda (n.34) que la gratuidad está en nuestra vida de muchas maneras, pero que si pasa desapercibida esto es debido a una visión de la existencia que antepone a todo la productividad y la utilidad. Vivir, en cambio conscientes de que estamos hechos como un don y para el don, esto nos abre y desarrolla nuestra dimensión trascendente. Podríamos decir, nos asemeja plenamente a Dios.
3. Esta narración de Jn no pretende decir que tenemos que aprender a hacer milagros para resolver el problema de la pobreza, el hambre y la iniquidad. Ni siquiera que vamos a poder lograrlo con políticas y técnicas adecuadas. Pero nos revela cuál es el sentido y por tanto la meta de nuestra vida y en qué dirección y con qué actitud debemos construir nuestra vida diaria. Esto es lo que aprendemos cuando captamos el sentido de celebrar esta tarde la eucaristía, la acción de gracias.Ω
Es extraña esta búsqueda por los más remotos caminos, para venir a encontrarnos con el mismo sitio del que partimos. Mis amigas, las platis, hoy giraron un comunicado: conectadas con redes en todo el mundo, hoy a las 4p.m. debíamos dar gracias por todo eso que mencionás en tu última homilía… y leyendo a los sufistas, y admirando su humildad y su necesidad de dar gracias por la vida y todos los bienes que se reciben gratuitamente, me encuentro con esa homilía tuya del domingo pasado. También leyendo a Etty Hillesum quien, en medio de la barabarie del nazismo, agradece a Dios por la vida que ha podido tener, descubro con tu homilía el significado de una celebración que había dejado de apreciar. Y pienso que ese énfasis de los sufistas en el amor, y la emotividad de Etty, son caminos que me acercan – mejor que el Legaut intelectual y abstracto – a esa unidad que buscamos, y a ese significado que nos anuncia tu homilía. Gracias.
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