Celebración de Todos los Fieles Difuntos, 2 nov. 08
Lect.: Job 19: 1. 23 – 27; Rom 14: 7 – 9. 10c - 12 Jn 14: 1 – 14
1. Cuando celebramos esta conmemoración de todos los difuntos se nos reaviva ternura y nostalgia por los que ya se fueron, familiares y amigos. Pero, sin duda, no pensamos solamente en ellos, pensamos también en nosotros. Con espíritu de fe, no vemos los muertos como desaparecidos, sino como quienes han concluido la carrera, el combate, diría Pablo. Es decir, como quienes ya han alcanzado la plenitud de vida humana. De alguna manera nos sirve esta celebración para pensarnos nosotros mismos, ver la propia plenitud a la que somos llamados. Aunque quizás deberíamos decir que en los difuntos no vemos a quienes ya alcanzaron la plenitud de vida, sino más bien a quienes se les ha manifestado ya con claridad la plenitud de vida que ya habían alcanzado aquí en su existencia corporal aunque entonces no la percibieran sino oscuramente, como en un espejo, como a través de enigmas, como dice también Pablo. Y aquí tenemos un mensaje evangélico central que nos genera esperanza: que la muerte no es el comienzo sino la culminación de una vida nueva en Dios que empieza aquí y ahora.
2. A menudo se nos oscurece la comprensión de esta verdad cuando de manera un tanto infantil, ingenua, primitiva, pretendemos entender la realidad de nuestra vida espiritual en términos físicos, geográficos. Por ejemplo, al leer el texto de hoy de Jn, si no sabemos leerlo, si lo hacemos literalmente, tendemos a pensar en algo que nuestra mentalidad moderna, por otro lado rechaza: pensar en que Dios habita en una casa, que en esa casa hay muchos cuartos. Esa lectura materialista del evangelio sabemos que no puede hacerse. Como si también literalmente intentáramos ver a Jesús como un “camino”. Es evidente que Jn, como de costumbre, trata de estas cuestiones de la vida espiritual con imágenes, comparaciones, metáforas, símbolos, unos más acertados que otros, cuya función es solo la de sugerir otra manera de pensar esa inexpresable realidad de la vida en el Espíritu. Y para nada intenta pasarnos una foto de cómo es que es. Hablar, entonces, de la casa del Padre, y las diversas moradas, no puede estar refiriéndose a una casa en el sentido físico, a un lugar, como si lo que llamamos el “cielo” fuera una localización geográfica. La comparación sugiere más bien el contenido de una casa, el hogar, la comunidad doméstica, es decir, el conjunto de relaciones que existen entre un Padre – madre amorosa y los hijos – hermanos que allí habitan. Jesús, en este sentido, es el que nos indica con su vida cómo se alcanza la plenitud de vida humana que consiste en vivir intensamente ese conjunto de relaciones. Y ya que él nos lo muestra en su propia vida, en ese sentido es el “camino” para alcanzarlo. Es más, por vivirlo plenamente él es esa misma casa del Padre, en la que nos introduce. Por eso puede afirmar que quien le ha visto a él ya ha visto al Padre.
3. La muerte es el momento en que se desprenderán todos los velos que cubren esta realidad que somos. Pero esa muerte no es solo la física, final, sino el progresivo desprendimiento que se da a lo largo de nuestra existencia histórica de todo aquello que nos amarra, nos distrae, nos impide vivir intensamente esas relaciones intensas con nuestro ser más profundo que es Dios y que nos une con nuestros hermanos. Pero es en la medida que vamos desprendiéndonos, que vamos sumergiéndonos en ese misterio de muerte – vida, que podemos ir afirmando con Pablo que si vivimos, para Dios vivimos, si morimos para él, morimos. Así que ya vivamos, o muramos, del Señor somos. Estamos inmersos en esa realidad, en esa relación íntima que no termina nunca. Y para mostrarnos ese sentido de nuestra vida es que Cristo murió y volvió a la vida. Y eso lo revivimos y hacemos nuestro en esta eucaristía.Ω
Lect.: Job 19: 1. 23 – 27; Rom 14: 7 – 9. 10c - 12 Jn 14: 1 – 14
1. Cuando celebramos esta conmemoración de todos los difuntos se nos reaviva ternura y nostalgia por los que ya se fueron, familiares y amigos. Pero, sin duda, no pensamos solamente en ellos, pensamos también en nosotros. Con espíritu de fe, no vemos los muertos como desaparecidos, sino como quienes han concluido la carrera, el combate, diría Pablo. Es decir, como quienes ya han alcanzado la plenitud de vida humana. De alguna manera nos sirve esta celebración para pensarnos nosotros mismos, ver la propia plenitud a la que somos llamados. Aunque quizás deberíamos decir que en los difuntos no vemos a quienes ya alcanzaron la plenitud de vida, sino más bien a quienes se les ha manifestado ya con claridad la plenitud de vida que ya habían alcanzado aquí en su existencia corporal aunque entonces no la percibieran sino oscuramente, como en un espejo, como a través de enigmas, como dice también Pablo. Y aquí tenemos un mensaje evangélico central que nos genera esperanza: que la muerte no es el comienzo sino la culminación de una vida nueva en Dios que empieza aquí y ahora.
2. A menudo se nos oscurece la comprensión de esta verdad cuando de manera un tanto infantil, ingenua, primitiva, pretendemos entender la realidad de nuestra vida espiritual en términos físicos, geográficos. Por ejemplo, al leer el texto de hoy de Jn, si no sabemos leerlo, si lo hacemos literalmente, tendemos a pensar en algo que nuestra mentalidad moderna, por otro lado rechaza: pensar en que Dios habita en una casa, que en esa casa hay muchos cuartos. Esa lectura materialista del evangelio sabemos que no puede hacerse. Como si también literalmente intentáramos ver a Jesús como un “camino”. Es evidente que Jn, como de costumbre, trata de estas cuestiones de la vida espiritual con imágenes, comparaciones, metáforas, símbolos, unos más acertados que otros, cuya función es solo la de sugerir otra manera de pensar esa inexpresable realidad de la vida en el Espíritu. Y para nada intenta pasarnos una foto de cómo es que es. Hablar, entonces, de la casa del Padre, y las diversas moradas, no puede estar refiriéndose a una casa en el sentido físico, a un lugar, como si lo que llamamos el “cielo” fuera una localización geográfica. La comparación sugiere más bien el contenido de una casa, el hogar, la comunidad doméstica, es decir, el conjunto de relaciones que existen entre un Padre – madre amorosa y los hijos – hermanos que allí habitan. Jesús, en este sentido, es el que nos indica con su vida cómo se alcanza la plenitud de vida humana que consiste en vivir intensamente ese conjunto de relaciones. Y ya que él nos lo muestra en su propia vida, en ese sentido es el “camino” para alcanzarlo. Es más, por vivirlo plenamente él es esa misma casa del Padre, en la que nos introduce. Por eso puede afirmar que quien le ha visto a él ya ha visto al Padre.
3. La muerte es el momento en que se desprenderán todos los velos que cubren esta realidad que somos. Pero esa muerte no es solo la física, final, sino el progresivo desprendimiento que se da a lo largo de nuestra existencia histórica de todo aquello que nos amarra, nos distrae, nos impide vivir intensamente esas relaciones intensas con nuestro ser más profundo que es Dios y que nos une con nuestros hermanos. Pero es en la medida que vamos desprendiéndonos, que vamos sumergiéndonos en ese misterio de muerte – vida, que podemos ir afirmando con Pablo que si vivimos, para Dios vivimos, si morimos para él, morimos. Así que ya vivamos, o muramos, del Señor somos. Estamos inmersos en esa realidad, en esa relación íntima que no termina nunca. Y para mostrarnos ese sentido de nuestra vida es que Cristo murió y volvió a la vida. Y eso lo revivimos y hacemos nuestro en esta eucaristía.Ω
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