33º domingo t.o. 16 nov. 08
Lect.: Prov 31: 10 – 13. 19 – 20. 39 – 31; 1 Tes 5: 1 – 6; Mt 25: 14: 30
1. No sé si Uds. han tenido la experiencia de discutir con alguna persona no creyente sobre el sinsentido que para ellos tiene el creer en Dios. Algunos puede ser que nos digan: “¡qué desperdicio! Uds. creyentes pierden toda su vida, sacrifican sus cualidades, muchas cosas que podrían hacer y disfrutar en este mundo, solo por la esperanza que tienen en otro mundo futuro, en un más allá del cual, además, no se puede estar totalmente seguros”. Si Uds. se han topado con alguien que argumenta de esa forma (o a lo mejor son sus propias dudas las que en algún momento los ha preocupado en ese sentido), no sé qué les habremos respondido. ¿Qué habría respondido yo? No se extrañen por lo que voy a decirles: en parte le hubiera dado la razón al que nos intranquiliza con esas sospechas. Porque hay cierta manera de vivir y practicar la religión que se merece esas críticas. Es una religiosidad que se limita a creer en un Dios creador, que nos creó tan solo como un conjunto de súbditos, solo llamados a cumplir con unas reglas morales y litúrgicas y a compensar por las ofensas que le hacemos, y con un final trágico para los que no cumplen y con una recompensa para los que sí lo hacen. En esa manera de vivir la religión, tienen razón los que nos critican, se nos pierde la vida presente por soñar en una futura. O desarrollamos nuestra vida ordinaria, laboral, económica, familiar, afectiva, sexual, de diversión, con sus propias metas de éxito, aparte de lo que llamamos nuestra fe. Además de que en lo religioso a menudo vivimos llenos de miedo por la posibilidad de error, de fallos y castigos.
2. Pero, ¿es que hay otra manera de ver y de vivir nuestra relación con Dios? Esa es precisamente la buena noticia que Jesús nos presenta de distintas formas y que hoy trata de aclararnos con la comparación del capital financiero. Para entender esa parábola lo primero que hay que recordar es que la palabra “talento” no es lo que hoy llamamos “habilidad”, “ingenio”, “conocimiento”. Simplemente en la época de Jesús un “talento” era una medida monetaria que equivalía, aproximadamente, a 6.000 jornales o salarios diarios. Lo segundo que hay que subrayar es que Jesús llama a ese capital financiero los bienes propios del propietario que se los da a los empleados para que lo administren. Es decir, no está hablando de las cualidades de estos empleados, sino de los bienes suyos que él reparte, a cada cual según él vea que es capaz. En otras palabras, nos está diciendo que el reino de Dios, al parecerse a ese rico propietario, es una generosísima donación que Dios nos hace a los seres humanos de todos su bienes, es decir, de su vida misma, de todo lo que Él es —los bienes de Dios son Dios mismo que se nos da a nosotros en el momento de ser creados—. Esta buena noticia cambia por completo nuestra manera de vivir la religión y nuestra vida humana, porque en realidad ambas no pueden separarse, se identifican. No se trata entonces de sacrificar nuestra vida para alcanzar a Dios en una vida de otro mundo futuro, sino que se trata de tomar conciencia de que el bien más grande que puede existir, Dios mismo, ya se nos ha dado es lo más profundo de nuestra vida humana. Se trata entonces de “poner a producir” ese gran “capital”, es decir, dejar que crezca, que se multiplique. Se trata de dejar con humildad de no poner obstáculos para que ese “capital” de vida divina vaya transformándonos progresivamente y por nuestras manos transformando el mundo, continuando la creación de Dios. Ese es el reino, eso es vivir la vida feliz, bienaventurada.
3. El evangelio solo critica al empleado negligente, que no tomó conciencia de lo valioso que había recibido, y que se dejó llevar por el miedo y la falta de iniciativa. Es como el que se queda estancado en una religión de mero cumplimiento de reglas y ritos, sin dejar que por sus manos siga la vida divina transformando la vida humana. En esta eucaristía entramos en comunión con quien nos puede enseñar a cobrar conciencia y a experimentar esa fusión entre lo humano y lo divino, que nos anuncia el evangelio Ω.
Lect.: Prov 31: 10 – 13. 19 – 20. 39 – 31; 1 Tes 5: 1 – 6; Mt 25: 14: 30
1. No sé si Uds. han tenido la experiencia de discutir con alguna persona no creyente sobre el sinsentido que para ellos tiene el creer en Dios. Algunos puede ser que nos digan: “¡qué desperdicio! Uds. creyentes pierden toda su vida, sacrifican sus cualidades, muchas cosas que podrían hacer y disfrutar en este mundo, solo por la esperanza que tienen en otro mundo futuro, en un más allá del cual, además, no se puede estar totalmente seguros”. Si Uds. se han topado con alguien que argumenta de esa forma (o a lo mejor son sus propias dudas las que en algún momento los ha preocupado en ese sentido), no sé qué les habremos respondido. ¿Qué habría respondido yo? No se extrañen por lo que voy a decirles: en parte le hubiera dado la razón al que nos intranquiliza con esas sospechas. Porque hay cierta manera de vivir y practicar la religión que se merece esas críticas. Es una religiosidad que se limita a creer en un Dios creador, que nos creó tan solo como un conjunto de súbditos, solo llamados a cumplir con unas reglas morales y litúrgicas y a compensar por las ofensas que le hacemos, y con un final trágico para los que no cumplen y con una recompensa para los que sí lo hacen. En esa manera de vivir la religión, tienen razón los que nos critican, se nos pierde la vida presente por soñar en una futura. O desarrollamos nuestra vida ordinaria, laboral, económica, familiar, afectiva, sexual, de diversión, con sus propias metas de éxito, aparte de lo que llamamos nuestra fe. Además de que en lo religioso a menudo vivimos llenos de miedo por la posibilidad de error, de fallos y castigos.
2. Pero, ¿es que hay otra manera de ver y de vivir nuestra relación con Dios? Esa es precisamente la buena noticia que Jesús nos presenta de distintas formas y que hoy trata de aclararnos con la comparación del capital financiero. Para entender esa parábola lo primero que hay que recordar es que la palabra “talento” no es lo que hoy llamamos “habilidad”, “ingenio”, “conocimiento”. Simplemente en la época de Jesús un “talento” era una medida monetaria que equivalía, aproximadamente, a 6.000 jornales o salarios diarios. Lo segundo que hay que subrayar es que Jesús llama a ese capital financiero los bienes propios del propietario que se los da a los empleados para que lo administren. Es decir, no está hablando de las cualidades de estos empleados, sino de los bienes suyos que él reparte, a cada cual según él vea que es capaz. En otras palabras, nos está diciendo que el reino de Dios, al parecerse a ese rico propietario, es una generosísima donación que Dios nos hace a los seres humanos de todos su bienes, es decir, de su vida misma, de todo lo que Él es —los bienes de Dios son Dios mismo que se nos da a nosotros en el momento de ser creados—. Esta buena noticia cambia por completo nuestra manera de vivir la religión y nuestra vida humana, porque en realidad ambas no pueden separarse, se identifican. No se trata entonces de sacrificar nuestra vida para alcanzar a Dios en una vida de otro mundo futuro, sino que se trata de tomar conciencia de que el bien más grande que puede existir, Dios mismo, ya se nos ha dado es lo más profundo de nuestra vida humana. Se trata entonces de “poner a producir” ese gran “capital”, es decir, dejar que crezca, que se multiplique. Se trata de dejar con humildad de no poner obstáculos para que ese “capital” de vida divina vaya transformándonos progresivamente y por nuestras manos transformando el mundo, continuando la creación de Dios. Ese es el reino, eso es vivir la vida feliz, bienaventurada.
3. El evangelio solo critica al empleado negligente, que no tomó conciencia de lo valioso que había recibido, y que se dejó llevar por el miedo y la falta de iniciativa. Es como el que se queda estancado en una religión de mero cumplimiento de reglas y ritos, sin dejar que por sus manos siga la vida divina transformando la vida humana. En esta eucaristía entramos en comunión con quien nos puede enseñar a cobrar conciencia y a experimentar esa fusión entre lo humano y lo divino, que nos anuncia el evangelio Ω.
Efectivamente como la has venido construyendo desde varios domingos atrás, esta vida es el inicio del camino que culmina en nuestra muerte.
ResponderBorrarDe ahí lo que hemos comentado en el grupo de reflexión sobre la necesidad de nacer antes de morir, de lo contrario habríamos malgastado nuestro tiempo y los dones o talentos que el dueño de la hacienda nos ha dado.
Esto me recuerda la historia de Tycho Brahe, aquel gran astrologo-astrónomo del siglo XVI que, además de haber dedicado toda su vida al estudio del movimiento de los cuerpos celestes (trabajo sobre el que se basó Keppler para enunciar sus tres famosas leyes), también había llevado una vida permisiva y de excesos. En su lecho de muerte repetía continuamente: “dejadme pensar que no he vivido en vano”.
O aquel poema de Borges:
"He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado."
Es posible que el remordimiento que sentía Brahe, o lo que nos pasa muy a menudo que perdemos el verdadero objetivo de la vida, VIVIR, del que nos habla Borges, sea a lo que nos llaman las reflexiones del evangelio.
Y qué lamentable es pensar que somos tantos los que tenemos miedo de poner a trabajar esos valores del Reino; porque la verdadera coherencia se paga muchas veces con la vida, como la pagó Jesús.
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