30º domingo t.o., 26 oct. 08
Lect.: Ex 22: 21 – 27; 1 Tes 1: 5c – 10; Mt 22: 34 – 40
1. No sería raro que no hayamos caído en la cuenta de que de este texto evangélico caben diversas lecturas, no solo distintas sino incluso contradictorias. Estamos tan acostumbrados a pensar en el mandamiento del amor como la característica del cristianismo, que quizás no se nos ha ocurrido que uno puede hablar de ese mandamiento fuera del sentido evangélico. Por ejemplo, si leyéramos el texto con la mentalidad judía propia del tiempo anterior a Jesús, estaríamos pensando en un Dios eminentemente judío, no universal. Es decir, un Dios que eligió a Israel como el pueblo predilecto y exclusivo, que lo protege, lo bendice, lo multiplica y lo hace superior a todas las naciones, que acabarán por plegarse al monte Sión, es decir, a Israel. A cambio de eso, este pueblo se compromete a darle culto, a cumplir sus mandatos y a no mezclarse para nada no solo con otros dioses, sino tampoco con los pueblos que dan culto a esos otros dioses. De ahí que el “prójimo” es entendido no como cualquier otro ser humano, sino solamente como el otro miembro del clan, de la tribu, del pueblo de Israel. En esta visión, tanto la moral como la religión y la espiritualidad tienen un toque que podemos llamar “mercantil”: yo doy, yo hago, yo cumplo, yo adoro, a cambio de la protección, de los dones, de la salvación que Dios me da. Es importante tomar conciencia de que esa lectura puede hacerse de este texto y de este mandamiento del amor, no solo pensando en los judíos de hace veintiún siglos, sino en que esa mentalidad puede colársenos en nuestra propia visión y práctica católicas actuales.
2. La otra lectura del texto es completamente distinta y creo que es la que podemos construir desde el espíritu evangélico de Jesús. El Dios a quien amamos con todo el corazón y todo nuestro ser, es un Dios que no establece privilegios, preferencias o distinciones, delante del cual nadie, ni judío, ni griego, ni católico ni pagano, cuenta con ninguna cualidad que pueda alegar como meritoria para un trato preferencial. Es un Dios que incluso hace llover sobre buenos y malos, que invita a su gran festín de bodas a todos sin excepción. Es un Dios que de manera gratuita nos ha hecho a todos a su imagen y semejanza, es decir que nos hace partícipes de su propia vida divina por el Espíritu Santo que ha derramado en nuestros corazones. Es dentro de esta visión que entendemos nuestra práctica, nuestra moral, nuestra espiritualidad no como un pago que hacemos a Dios por sus dones, sino como una consecuencia de lo que somos cada uno de nosotros también: personas llamadas, creadas, constituidas para ser generosas, para dar gratis lo que hemos recibido gratis, para dejar en todo lugar, en toda persona la huella del bien, del amor que nos alienta.
3. Conforme entendamos a Dios de una u otra de estas dos formas, también entendemos el mandamiento del amor de una u otra forma, entendemos el prójimo de una u otra forma. En la perspectiva evangélica el amor es reflejo de un Dios que es todo donación gratuita. Y el prójimo es todo aquel que es creado como resultado de ese amor. Por eso podemos releer la 1ª lectura de hoy en clave cristiana. El forastero, es decir el emigrante, que carece de todo hasta de sus raíces e identidad, la viuda y el huérfano, el pobre y el excluido, son nuestro prójimo de manera más especial porque el amor de Dios, por medio nuestro continúa su labor creadora en estos que están llamados también a ser plenamente imagen y semejanza de Dios. Es en el amor a estos prójimos que, además, en su necesidad ni siquiera pueden correspondernos, donde se pone a prueba la calidad de nuestro amor gratuito y desinteresado. En esta eucaristía nos identificamos plenamente con quien a su vez en la cruz se identificó con las personas más desposeídas, más pobres y abandonadas.Ω
Lect.: Ex 22: 21 – 27; 1 Tes 1: 5c – 10; Mt 22: 34 – 40
1. No sería raro que no hayamos caído en la cuenta de que de este texto evangélico caben diversas lecturas, no solo distintas sino incluso contradictorias. Estamos tan acostumbrados a pensar en el mandamiento del amor como la característica del cristianismo, que quizás no se nos ha ocurrido que uno puede hablar de ese mandamiento fuera del sentido evangélico. Por ejemplo, si leyéramos el texto con la mentalidad judía propia del tiempo anterior a Jesús, estaríamos pensando en un Dios eminentemente judío, no universal. Es decir, un Dios que eligió a Israel como el pueblo predilecto y exclusivo, que lo protege, lo bendice, lo multiplica y lo hace superior a todas las naciones, que acabarán por plegarse al monte Sión, es decir, a Israel. A cambio de eso, este pueblo se compromete a darle culto, a cumplir sus mandatos y a no mezclarse para nada no solo con otros dioses, sino tampoco con los pueblos que dan culto a esos otros dioses. De ahí que el “prójimo” es entendido no como cualquier otro ser humano, sino solamente como el otro miembro del clan, de la tribu, del pueblo de Israel. En esta visión, tanto la moral como la religión y la espiritualidad tienen un toque que podemos llamar “mercantil”: yo doy, yo hago, yo cumplo, yo adoro, a cambio de la protección, de los dones, de la salvación que Dios me da. Es importante tomar conciencia de que esa lectura puede hacerse de este texto y de este mandamiento del amor, no solo pensando en los judíos de hace veintiún siglos, sino en que esa mentalidad puede colársenos en nuestra propia visión y práctica católicas actuales.
2. La otra lectura del texto es completamente distinta y creo que es la que podemos construir desde el espíritu evangélico de Jesús. El Dios a quien amamos con todo el corazón y todo nuestro ser, es un Dios que no establece privilegios, preferencias o distinciones, delante del cual nadie, ni judío, ni griego, ni católico ni pagano, cuenta con ninguna cualidad que pueda alegar como meritoria para un trato preferencial. Es un Dios que incluso hace llover sobre buenos y malos, que invita a su gran festín de bodas a todos sin excepción. Es un Dios que de manera gratuita nos ha hecho a todos a su imagen y semejanza, es decir que nos hace partícipes de su propia vida divina por el Espíritu Santo que ha derramado en nuestros corazones. Es dentro de esta visión que entendemos nuestra práctica, nuestra moral, nuestra espiritualidad no como un pago que hacemos a Dios por sus dones, sino como una consecuencia de lo que somos cada uno de nosotros también: personas llamadas, creadas, constituidas para ser generosas, para dar gratis lo que hemos recibido gratis, para dejar en todo lugar, en toda persona la huella del bien, del amor que nos alienta.
3. Conforme entendamos a Dios de una u otra de estas dos formas, también entendemos el mandamiento del amor de una u otra forma, entendemos el prójimo de una u otra forma. En la perspectiva evangélica el amor es reflejo de un Dios que es todo donación gratuita. Y el prójimo es todo aquel que es creado como resultado de ese amor. Por eso podemos releer la 1ª lectura de hoy en clave cristiana. El forastero, es decir el emigrante, que carece de todo hasta de sus raíces e identidad, la viuda y el huérfano, el pobre y el excluido, son nuestro prójimo de manera más especial porque el amor de Dios, por medio nuestro continúa su labor creadora en estos que están llamados también a ser plenamente imagen y semejanza de Dios. Es en el amor a estos prójimos que, además, en su necesidad ni siquiera pueden correspondernos, donde se pone a prueba la calidad de nuestro amor gratuito y desinteresado. En esta eucaristía nos identificamos plenamente con quien a su vez en la cruz se identificó con las personas más desposeídas, más pobres y abandonadas.Ω
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